Honores dañados y honores (no siempre) restaurados:
La restauración o la destrucción del sujeto femenino en El médico de su honra
Matthew James Barrile (SPAN 6440)
Una sola sospecha de deshonra sexual puede destrozar el honor de una mujer si se revela públicamente, y por si fuera poco, las secuelas de la sospecha se extienden más allá de su reputación personal, afectando a todos los hombres de la familia. Por consiguiente, dicha sospecha engloba a los afectados en una situación agotadora en la que la mujer se ve personal y públicamente acusada y, en consecuencia, ridiculizada; en otras palabras, culpada (con o sin razón) de hechos que quizá no había cometido. A la vez, el hombre cuya reputación también se ve perjudicada, busca vías de rectificación para prevenir y protegerse de cualquier posible revelación pública de la difamación familiar. Así pues, El médico de su honra de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) muestra dos casos en los que el honor de los protagonistas femeninos—doña Mencía y Leonor—les afecta no sólo a ellas como mujeres, sino que afecta a los protagonistas masculinos también. Ergo, sus honores tendrán que rectificarse para apaciguar a los hombres. Aunque los conflictos en estas novelas se resuelven de dos maneras muy distintas, cabe decir opuestas, siempre ocurre según el poder masculino que exige un cierto comportamiento de la mujer y que busca salvarse de la deshonra, de modo que parece más apropiado decir que no ocurre una restauración del honor femenino, sino una catarsis de la conciencia masculina, irreversiblemente dependiente de y entrelazada con el honor femenino.
Cuando don Enrique llega a la casa de don Gutierre y doña Mencía tras caerse de su caballo, don Enrique y doña Mencía se reconocen: habían sido amantes y se iban a casar, no obstante el padre de doña Mencía lo prohibió, en cambio casándola con don Gutierre. Por tanto, la llegada de don Enrique inicia toda una serie de secretos y sospechas: todavía enamorado, don Enrique visita a doña Mencía varias veces a escondidas para convencerla de su amor; una noche pierde su daga. A la vez, el lector se percata del hecho de que antes de estar con doña Mencía, don Gutierre se iba a casar con doña Leonora. Igualmente por razones de infidelidad, la había dejado. En referencia a la supuesta infidelidad de doña Mencía, varios momentos hacen que don Gutierre tema lo peor: encuentra la daga de don Enrique; se acerca a su esposa una tarde durmiendo y ella lo confunde por don Enrique; y encuentra a doña Mencía escribiéndole a don Enrique una carta para pedirle que no huya, con la excusa de que don Gutierre sospecharía aún más si se ausentara. Así, para proteger su honor, decide matar a su esposa. Secuestra a Ludovico y le hace matar a doña Mencía; después del hecho, Ludovico le informa al Rey de lo sucedido. Cara a cara con el Rey, éste no sólo le perdona, sino que, para rectificar la honra de doña Leonora, demanda que se casen. Don Gutierre se conforma, pero no teme indicar que volvería a repetir su comportamiento si hiciera falta.
Es imprescindible entender la importancia del efecto del honor femenino sobre el honor masculino, pues tiene que ver con el concepto de la hombría.[1] Un tipo de “overt masculinity” (Yarbro-Bejarano 29), la hombría y el honor se entrelazan, por lo tanto el hombre tiene que controlar a la mujer para protegerse a sí mismo: “[t]he loss of control over private sexual property spells the loss of masculinity and honor” (Yarbro-Bejarano 33, mi énfasis). En la segunda jornada, cuando don Gutierre se percata de la posible pérdida de su honor—es decir, la pérdida de control sobre su mujer y, en consecuencia, de su propia hombría—su reacción más fuerte no tiene que ver con la idea de perder a su mujer como posesión. Los actos de ella como sujeto supuestamente fuera del dominio masculino sólo constituyen una preocupación superficial, por consiguiente don Gutierre reacciona contra el posible y amenazante resultado que implicaría tal pérdida de control del sujeto masculino sobre el sujeto femenino: la difamación de su honor como consecuencia del honor femenino perdido. Por eso, las palabras dirigidas a su honor llevan tanto peso: “¡Ay, honor!, mucho tenemos / que hablar a solas los dos” (v. 1401-1402). Su soliloquio muestra su honor frente a las consecuencias de tal pérdida de control y no la pérdida en sí. De este modo, se nota que se preocupa más por su honor que por su mujer, lo cual tendrá una secuela irremediable respecto a ella y su propio honor.
Puesto que el poder decisivo respecto a la restauración del honor femenino (si la hay) es masculino, doña Mencía no participa de ninguna manera en el proceso, salvo por su sacrificio para calmar la ansiedad y los celos aplastantes que posee don Gutierre. De este modo, tras el sacrificio de ella, el honor de don Gutierre vuelve a ser una tabula rasa. Según Ann Twinam, el honor se consideraba otra característica tangible como el color de ojos o la altura (73)—todo el mundo lo podía ‘ver’ y juzgar acertadamente. Ergo, la importancia de limpiar el honor para poder presentarse en la esfera pública requería volver a aquella tabula rasa: “Women […] still had to possess and to maintain their honor or they would prejudice not only their own status but that of succeeding generations” (Twinam 81). Efectivamente, Mencía no había podido mantener su honor según la perspectiva de Gutierre, por lo que la ansiedad personal de éste le empuja a sacrificarla para volver a su estado de bienestar social (y personal) respecto a su propio honor.
Hace falta notar que esta tabula rasa sólo es aprobada como vía aceptable a través de la bendición de una figura paternal—el Rey. Yarbro-Bejarano explica que muchas obras del Siglo de Oro, como ésta, frecuentemente representan a los protagonistas con una fuerte ansiedad frente a la masculinidad exigida de ellos. Se exige a los protagonistas que controlen su propiedad sexual—las mujeres. De esta forma se ve una “negotiation of the Oedipal arrangement with the father or a father figure” (36, mi énfasis). Por ende, la ansiedad de Gutierre le hace disculparse frente al Rey—y éste excusa su comportamiento con aprobación: “Aquí / la prudencia es de importancia / mucho en reportarme haré / tomó notable venganza” (v. 2872-2875). Debido a esto, el honor de doña Mencía no se resuelve de ninguna manera; más bien, su sangría es la excusa de don Gutierre para protegerese socialmente, todo lo cual se entiende dado el intercambio que don Gutierre y el Rey tienen respecto a la situación hipotética (no tan hipotética ya que describe exactamente lo que pasó con su esposa) de deshonras y remedios:
Gutierre: ¿Si vuelvo a verme / en desdichas tan extrañas, / que de noche halle embozado / a vuestro hermano en mi casa?
Rey: No dar crédito a sospechas.
Gutierre: ¿Y si detrás de mi cama / hallase tal vez, señor, / de don Enrique la daga?
Rey: Presumir que hay en el mundo / mil sobornadas criadas, / y apelar a la cordura.
Gutierre: A veces, señor, no basta. / ¿Si veo rondar después de noche y de día mi casa?
Rey: Quejárseme a mí.
Gutierre: ¿Y si cuando / llego a quejarme, me aguarda / mayor desdicha escuchando?
Rey: ¿Qué importa si él desengaña; que fue siempre su hermosura / una constante muralla, / de los vientos defendida?
Gutierre: ¿Y si volviendo a mi casa / hallo algún papel que pide / que el Infante no se vaya?
Rey: Para todo habrá remedio.
Gutierre: ¿Posible es que a esto le haya?
Rey: Sí, Gutierre.
Gutierre: ¿Cuál, señor?
Rey: Uno vuestro.
Gutierre: ¿Qué es?
Rey: Sangralla. (vv. 2902-2929)
Hay dos implicaciones de este diálogo: la primera indica que el honor femenino se ve sujetado al masculino y no tiene por qué restaurarse si arriesga de modo permanente al hombre. El honor femenino es secundario, condicional—y el sujeto femenino tiene que afrontar la aniquilación si su honor amenaza al honor masculino. Como señala Yarbro-Bejarano:
Feminine honor, then, is reflective of male power in that it takes on meaning only in relation to masculine honor. A woman is ‘honrada’ (‘honorable’) if she protects her husband’s honor and rights of private sexual ownership through the practices of enclosure and self-effacement prescribed by the feminine virtues of chastity and silence (16-17).
Por tanto, se puede concluir que si el honor de la mujer no protege al hombre, va en contra de su rol establecido por la sociedad. El remedio, pues, es su aniquilación. La segunda implicación es que son los poderes masculinos los que permiten que el sujeto femenino sea destruído por sus ofensas porque es desechable y reemplazable e inluso exhortan a ello;[2] por eso no hace falta restaurar el honor de Mencía. Su honor no es lo importante; lo importante es el honor de don Gutierre y, en el caso de Mencía como mujer, hay sustituta.
Tras tal desechabilidad, hay un consecuente reemplazo del sujeto femenino que se realiza en la obra, aunque de una forma bastante irónica: el Rey manda que don Gutierre se case con Leonor, una protagonista cuyo honor también se había manchado por sospechas fuera de su control. Iba a casarse con don Gutierre, pero un día éste descubrió a otro hombre tratando de escapar por la ventana. Socialmente, tal deshonra—basada en las sospechas equívocas de fornicación e infidelidad—equivale a su muerte:
¡Muerta quedo! ¡Pleque a Dios, / ingrato, aleve y cruel, / falso, engañador, fingido, / sin fe, sin Dios y sin ley, / que como inocente pierdo / mi honor, venganza me dé / el cielo! ¡El mismo dolor / sientas que siento, y a ver / llegues, bañado en tu sangre, / deshonras tuyas, porque / mueras con las mismas armas / que matas, amén, amén! / ¡Ay de mí!, mi honor perdí; / ¡ay de mí!, mi muerte hallé. (1007-1020)
Su reacción muestra la realidad de ser desechable porque en la sociedad de la época, el apoyo masculino era imprescindible para la sobrevivencia social de la mujer: “Cuando el hombre desaparecía del universo femenino o el contacto con él resultaba no sólo censurable, sino antisocial, la mujer quedaba situada al margen de la norma de la comunidad […] Sin el apoyo masculino, encontraba serias dificultades para seguir adelante en muchas ocasiones” (Sánchez-Ortega 121). El valor de una mujer se mide por su asociación—el matrimonio conseguido tras su castidad exigida—con un hombre. No conseguir matrimonio equivale a ser deshechada. Sin honor, la Leonor no casada se ve frente un abismo con muy poca esperanza.
No obstante, el casamiento de Leonor con don Gutierre forzado por el Rey muestra que la mujer desechada puede, con los mismos poderes masculinos que la habían desplazado del patriarcado, reincorporarse si recibe el permiso consentido. Se entiende, pues, que la restauración de su honor se basa en el matrimonio; es decir, una vez casada, puede volver a ser una mujer honrada, respetable. Respecto al matrimonio y su capacidad de cambiar el estado social de la mujer, dice Ann Twinam: “The most acceptable denouement to premarital intercourse or out-of-wedlock pregnancy was marriage, which fulfilled the promise of matrimony, erased any question of female honor, and fully transferred honor and inheritance potential to any offspring” (83). Tal negociación se ve por parte del Rey—otra vez, el poder masculino patriarcal: “[…] dadle mano a Leonor; / que es tiempo que satisfaga / vuestro valor lo que debe, / y yo cumpla la palabra / de volver en la ocasión / por su valor y su fama” (vv. 2884-2889). Aunque esta restauración del honor de Leonor ocurre, sólo lo hace según la jerarquía masculina. La posición de la mujer cambia solamente bajo el permiso que otorga el hombre[3]—un ejemplo de la negociación del honor dentro de un patriarcado que siempre procura controlar a los sujetos femeninos.
Lo que distingue los casos de doña Mencía y Leonor, entonces, es lo que decide hacer la hegemonía patriarcal con respecto a la mujer desfiante: restituirla u obliterarla. El patriarcado establece roles muy estrictos para el sujeto femenino y si éste decide salirse de ellos aunque sea un poco, o inclusive si hay la mera sospecha de que ha desafiado estos roles, una rectificación les hace falta a los hombres para tranquilidad personal y social. Incluso Mencía, un sujeto femenino fabricado, moldeado y concretado en sus roles por el patriarcado, reconoce la fuerza del discurso masculino en el control de las mujeres: “¡O qué tales sois los hombres! / Hoy olvido, ayer amor; / ayer gusto, y hoy rigor” (vv. 517-519). Los hombres, un día gozan de las mujeres como los objectos en que las transforman; después, si estas formaciones asumen demasiada independencia o desafían el patriarcado—o si suponen que se han rebelado—, quedan dos opciones: aniquilarlas por completo, como en el caso de Mencía; o reestablecer su posición, con tal de que se haga hincapié en el rigor del sistema y las consecuencias de ser un sujeto femenino que no cumple con su papel, como en el caso de Leonor. Por cierto, el diálogo entre el Rey y don Gutierre, citado antes (v. 2902-2929), señala tal idea puesto que marca muy claramente qué pasaría si Leonor, como doña Mencía, saliera de su rol como mujer: la aniquilación. De esta forma, el honor de la mujer sólo puede ser corregido de dos maneras, si es posible tal denominación. Sea como fuere, el honor de la mujer nunca se arregla bajo la iniciativa de la mujer, ni mucho menos. Es el hombre—mejor dicho, el patriarcado—que permite o no que el honor femenino sea restaurado; aún así, siempre queda a la sombra del honor masculino, pues es éste el que importa más dentro del discurso masculino, es decir, dentro de su propio discurso.
Bibliografía
Calderón de la Barca, Pedro. El médico de su honra. Ed. D.W. Cruickshank. Madrid: Castalia, 1989.
Larson, Donald. The Honor Plays of Lope de Vega. Cambridge, MA: Harvard, UP, 1977.
Sánchez-Ortega, María Helena. “La mujer en el antiguo regimen: tipos históricos y arquetipos literarios.” Nuevas perspectivas sobre la mujer: Actas de las Primeras Jornadas Interdisciplinarias. Madrid: Universidad Autónoma de Madrid, 1982. 107-126.
Twinam, Ann. “The Negotiation of Honor: Elites, Sexuality and Illegitimacy in Eighteenth- Century Spanish America.” The Faces of Honor.” Ed. Lyman Johnson & Sonya Lipsett- Rivera. Albuquerque: Univesrity of New Mexico Press, 1998. 68-102.
Yarbro-Bejarano, Yvonne. “The Contradictory Constructs of Gender.” Feminism and the Honor Plays of Lope de Vega. West Lafayette, IN: Purdue UP, 1994.
Notas:
[1] En su artículo “Feminism and the Honor Plays of Lope de Vega”, Yvonne Yarbro-Bejarano presenta y explica las ideas de Donald Larson, cuyo estudio expande la teoría de Américo Castro sobre “the «imperative dimention of the person»” (29). Un aspecto muy específico que tiene que ver con la hombría es el siguiente: “For if honor depends on the ability to impress one’s will on others, it is clear that nothing could be so dishonoring as a man’s not being able to exert authority over those whom he is most obliged to control and should most easily control: the women of his family. This holds true whether the man is husband, father, son or brother” (Larson 10).
[2] María Helena Sánchez-Ortega comenta la realidad histórica de la frecuencia de la mujer desechable: “[…] el teatro y la novela española de los siglos XVI y XVII abunda en maridos, padres y hermanos, que deciden lavar el honor familiar eliminando a la esposa, hija o hermana que se han atrevido a sacar los pies del plato de lo que hemos llamado «el modelo oficial». La figura del «marido calderoniano», de la sangrienta reacción meridional es un arquetipo literario universal. ¿Qué puede decir sobre el tema el historiador? ¿Estamos ante un tópico o se trata de una realidad? Echemos un vistazo al Registro del Sello del Archivo General de Simancas. Los maridos que se han acogido al perdón real por haber dado muerte a la esposa infiel mientras el interesado se marchaba a la guerra de Granada son casos tan frecuentes que no cabe lugar a dudas. El «marido calderoniano» era una realidad social que probablemente no desapareció en los siglos XVI y XVII” (120).
[3] Efectivamente, este control indica un patriarcado que se extiende desde la corona hasta la unidad familiar y se puede ver en esta escena, sin duda, la influencia del poder real, la cual es una influencia puramente masculina. Todo este poder tiene que ver con el control del sujeto femenino: “In Spain, the great allure of the authoritarian state and the independent individual stemmed from the promise of relief from decades of chaos and anarchy and, on a psychological level, the promise of completion and totality. However, as in the psychoanalytic narrative, this sense of autonomy and unity depended on separation from the repression of the feminine (El Saffar). The identification of the male individual with the Crown represented a ‘new definition of belonging’ (165) that replaced social origins and ‘the bonds of home and family around which awareness of self was previously based’ (166). The break from home and mother led to discourses on gender constructing the male subject as reason, will, and order in opposition to woman, embodying the reverse” (Yarbro-Bejarano 14, mi énfasis).