Humanidades abominables / paisajes incomparables: el trópico Waikna, adventures on the mosquito shore, E. G. Squier (1855)
Juan Pablo Gómez*
[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]E[/dropcap]special curiosidad me suscita la valoración que la sociedades centroamericanas tenemos de los relatos de viajeros europeos y norteamericanos que visitaron estas geografías a lo largo del siglo XIX. Me refiero a la empatía con sus miradas; a la apropiación de una política del vernos y representarnos como sociedad.
Pensadoras críticas centroamericanas han problematizado esta empatía. En el 2011 el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, de la Universidad Centroamericana (IHNCA-UCA), publicó el libro de Ileana Rodríguez titulado Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica. Identidades regionales/ modernidades periféricas. En él la autora pone en jaque los vastos cuerpos bibliográficos producidos por viajeros y diplomáticos sobre Nicaragua, Honduras y Guatemala a lo largo del siglo XIX. Ella desnuda la violencia epistémica y los propósitos colonizadores que se encuentran en un discurso que se esconde en la pretensión de neutralidad interpretativa que en ese entonces pregonaban ramas como la geografía, la arqueología y otras ciencias humanas.
Uno de los viajeros y diplomáticos que Rodríguez estudia es Ephraim George Squier, enviado en 1849 como primer encargado de negocios de los Estados Unidos de Norteamérica para América Central. Squier tiene una profusa obra sobre Centroamérica, su geografía y poblaciones, que ha sido reeditada en más de una ocasión. Menos conocida y estudiada es Waikna, adventures on the mosquito shore, la única novela escrita por él. Producto de su estancia en Centroamérica, fue publicada por primera vez en 1855 bajo el seudónimo de Saml A. Bard.[i]
En este ensayo interrogo esta pieza literaria con el propósito de conocer qué discurso construye Squier en torno al trópico. Como tendremos oportunidad de ver, el discurso en cuestión no es unívoco ni homogéneo. Está formado, al contrario, por curvas de visibilidad y enunciación. El trópico es paisaje, geografía, naturaleza, fauna, flora, lagunas, ríos, selvas, bosques, gentes, culturas. El autor construye cuadros en torno a cada uno de estos elementos, los cuales, vale la pena decir desde ya, son de una naturaleza altamente disruptiva.
Interrogo esta novela como producto de una política de la mirada, de la observación. Importante es mencionar que ésta se encuentra geopolítica y humanamente posicionada: es proyectada desde un sujeto blanco y masculino, autoconsiderado miembro de una ‘raza superior’. A través del seudónimo de Saml Bard, G. Squier ejerce el poder de nombrar y clasificar racialmente las poblaciones que va observando a lo largo de sus desplazamientos geográficos en el trópico y la costa de mosquitia; un poder de nombramiento y valoración de lo visto y lo enunciado. Waikna—que significa ‘hombre’ en miskito— es un texto cultural-imperial en el cual podemos explorar en detalle cómo el trabajo de Squier es heredero y reforzador del patrón de poder que Aníbal Quijano ha llamado la colonialidad del poder.[ii]
[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]1[/dropcap] Humanidades abominables / paisajes incomparables: el trópico
“Un mes en Jamaica es suficiente
para el castigo de cualquier pecador,
para no mencionar cómo es
para un tolerablemente buen cristiano” (Bard13)[iii]
Desde sus primeras líneas, Waikna nos permite ver cómo una mirada configura geografías. Se trata del ojo con pretensiones imperiales proveniente de los Estados Unidos de Norteamérica que se despliega a través de la pluma de un narrador que, como señalé antes, se autocomprende como blanco, masculino, miembro de una cultura superior en gustos e ideas, y en plena ascendencia con respecto al orden civilizador global. La novela desarrolla el trópico como campo de visión, y su estructura responde a un conjunto de desplazamientos geográficos que van 1) de Estados Unidos a Jamaica; 2) de Jamaica a alta mar, las islas del caribe, y la costa caribe centroamericana; 3) en la costa caribeña, el desplazamiento es de Nicaragua a Honduras. Aquí me concentro en estudiar la estancia en Jamaica y el viaje a las costas centroamericanas. El estudio de estas últimas merece un artículo aparte.
Simbólica, aunque modesta, es la ilustración con que inicia la novela. Un hombre, blanco, de ojos despiertos y gruesa barba que le cubre el rostro, está sentado en medio de la selva, rodeado a los cuatro costados por una vasta flora que con facilidad nos sabe a humedad y a un sol radiante. En busca de comodidad lo vemos recostado a un árbol de cocos. Sobre sus piernas tiene un papel para ilustrar lo que ve, dejar memoria de su experiencia y hacerla perdurar. La orientación de su mirada es fundamental. Es la de quien con conciencia ejercita el ojo para ver a los ‘otros’; la de quien se considera afuera del ‘objeto’ visto y es capaz de crear interiores y exteriores y articularlos discursivamente.
El recorrido del autor por Jamaica inició en Kingston, capital de la isla. Allí estuvo por el corto período de una semana, tiempo suficiente para hartarse de este lugar, según sus propias palabras. Veamos por qué:
De todos modos, una semana me había dado un exceso de Kingston, con sus siniestros judíos tropicales[[iv]], y habitantes de colores, mitad negros, mitad morenos, y el balance tan razonable como podría esperarse, considerando el abominable, ininteligible congo-inglés que ellos hablan. (Bard 13)
Podemos ver qué disgusta a la mirada del viajero. Para el personaje principal, voz narradora y omnipresente—cuestión que propicia el símil con un cuaderno de notas etnográficas—, Kingston es una imagen societal y humana. Aquí se encuentra una versión devaluada e inferior de la población judía que resulta siniestra a los ojos del narrador y que él llama ‘judíos tropicales’. La variedad de población, entre los que destaca una mitad de población negra y un tercio morena, es el segundo aspecto que devalúa estas geografías. El tercero es el idioma, desde su perspectiva un ininteligible congo-inglés.
La jerarquización de los idiomas va de la mano con la de las humanidades. Ambas están establecidas a criterio de la mirada blanca y masculina. En tal jerarquización, las humanidades blancas se autocomprenden y sitúan en un estatuto de superioridad y con ellas sus idiomas, gustos y visiones del mundo. Las poblaciones del trópico y sus idiomas, por el contrario, son considerados inferiores e impuros; desvíos de la blancura. En este caso, lo que hablan es un remedo del inglés que no puede ser comprendido por quienes proceden de geografías con idiomas inteligibles. Por eso postulo que el lugar de enunciación del narrador es la colonialidad del poder, y que su narrativa reproduce este canon de jerarquización y clasificación de la población mundial al fundarse y operar a partir de su racialización (véase Quijano 342).
A continuación el narrador pinta un cuadro social en el que la higiene pública es inexistente y la enfermedad del cólera se había convertido en una institución local. Leamos cómo nos pinta el cuadro en cuestión:
Además, el cólera, que parecía estar domesticado en Kingston y haberse convertido en una de sus instituciones locales, había empezado a propagarse e invadir las partes más civilizadas del pueblo. Todos los habitantes, por lo tanto, que la independencia dejó lo suficientemente ricos como para hacerlo, estaban volando a las montañas, con la pestilencia siguiéndoles, como un sabueso, pisándoles los talones. Kingston era de manera palpable un lugar no adecuado para extraños, sobre todo para un artista pobre diablo. (Bard 14)
De qué naturaleza sino siniestra es este cuadro en que el cólera invade la zona ‘civilizada’ de la ciudad y la población huye siendo perseguida y casi pisada en los talones por la peste. Es una escena suficiente para dejar claro que Kingston no era un sitio para los extranjeros y menos para un artista como él. ¿Artista? Sí, el narrador deja saber varias cosas importantes en esta cita. Primero, que es un artista, un pintor para ser más exactos. Este dato nos informa sobre la naturaleza narrativa de la novela— ¿es esta novela un informe diplomático enmascarado de pieza literaria? La operación narrativa consiste en dibujar y pintar escenas de la vida del trópico. Pero, ¿qué es exactamente el trópico? ¿Es únicamente lo que nos informa en un inicio de Kingston, Jamaica, o es algo más que humanidades e idiomas inferiores? Guardemos esta pregunta para contestarla más adelante, y volvamos ahora a la información que nos brinda el narrador.
La información confirma también su naturaleza de extranjero, de sujeto que no pertenece a la realidad narrada. Tenemos claridad entonces de su posicionalidad. Quien observa y narra no pertenece al trópico, a Jamaica, ni a ninguna de las geografías de la costa caribe centroamericana que serán exploradas a lo largo de la novela. Sumemos entonces a la autocomprensión de superioridad que mencionamos antes, la de exterioridad, y subrayemos que su posición de enunciación es desde arriba y desde afuera; ambas producidas por el modo de conocimiento de la colonialidad del poder.
¿Cómo llegó un pintor extranjero a este “lugar sucio” (Bard 16), como llama a Kingston? ¿Qué motivos tuvo para cambiar geografías? Se trata de un artista, según él mismo indica, sin horizonte prometedor en Nueva York, su lugar natal. Dejemos que sea él mismo quien nos explique en mayor detalle:
Un artista que no pintara retratos ni tuviera su alma bajo patrocinio—Qué había para él en Nueva York? Dos composiciones al año en el Centro de Unión de Artistas, coordinado por Mr. Sly, el manager, y un amigo mío, no eran respaldo suficiente para el hombre más moderado. (Bard16)
También consideró hacer pinturas históricas, pero cayó en razón de que esta labor requería años de estudio y preparación, y él no gozaba del presupuesto necesario. Las pinturas históricas eran un lujo, al menos en sus circunstancias. Justo en el momento de estas reflexiones, el narrador utiliza como recurso una voz anónima que le susurra al oído una mejor alternativa: “Prueba con el paisaje, mi chico; tú tienes buenas habilidades para los paisajes—un paisaje flameante, lleno de amarillo y bermellón, ¡tú sabes!” (Bard 17).
Pero, ¿dónde podría encontrar paisajes con colores de semejante naturaleza? Escuchemos nuevamente a la voz anónima:
Ve a los trópicos chico, el glorioso trópico, donde el sol es supremo, y nunca comparte su dominio con los dioses del frío, de color gris plomizo, narices azules y ojos acuosos; ve allá, y atrapa los matices incomparables de los cielos, el vivo esmeralda de los bosques, y el azul celeste de las aguas; donde los pájaros tienen los colores del arcoíris, y los peces son dorados. (Bard 17-18)
Este cuadro es fundamental porque en él encontramos un giro en la conceptualización del trópico. Podemos apreciar una especie de curva en los enunciados y visibilidades que lo definen. Del cuadro anterior de humanidades degradadas y pestes como el cólera diseminándose en la ciudad, pasamos al trópico como paraíso. Es un cuadro distintamente adjetivado el que vemos ahora. ¿Qué propicia esta curva? Lo hace un nuevo campo de visibilidad para la mirada blanca: el del paisaje y la naturaleza. Ahora vemos que el trópico emerge como paisaje formado por el sol, el agua, la selva, los pájaros y los peces; naturaleza, flora y fauna. Notemos entonces que, para que el trópico cambie de un paisaje sucio y siniestro a uno bello, es necesario que la mirada blanca que lo dibuja lo vacíe de sus poblaciones.
Podemos aventurarnos a postular que la mirada que enuncia desde la colonialidad del poder produce una definición de las geografías de los trópicos en la que sus espacios quedan vaciados de gentes y culturas. Y, cuando se las nombra, se hace para disminuirlas e inferiorizarlas. La política de esta mirada—es la tesis que aquí me interesa— es configurar el trópico como paisaje natural y animal, pero no humano ni social.
El trópico se define mediante los regímenes de enunciados y visibilidades a los que da lugar. De tal naturaleza es la operación que vemos realiza quien aquí nos lo dibuja. Al dibujarlo y pintarlo, lo define. Tengamos entonces presente que la razón por la cual el artista cambia geografías y se desplaza de Nueva York a Jamaica es por estar en búsqueda de paisajes, no de sociedades. Para confirmar esto leamos sus propias palabras:
Esa es la manera en la que llegué a Jamaica, querido lector, si quieres saber. Había estado allí por un mes o un poco más, y había vagado por todo el magnífico interior, y llenado mi portafolio con bocetos. Pero eso no me satisfizo; había otras tierras tropicales, donde la naturaleza tenía aspectos más grandiosos, donde había lagos anchos y volcanes altos y coronados de nieve, que ondeaban sus columnas de humo en el medio del cielo, desafiante, en la cara misma del sol; tierras a través de cuyos bosques, con hojas siempre, Cortez, Balboa y Alvarado y Córdova habían encabezado a sus seguidores con armaduras, y en cuyas profundidades fruncieron el ceño los dioses ajenos de la superstición aborigen, al lado de los altares abandonados y las tumbas anónimas de una gente pasada y misteriosa. (Bard 18)
[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]2[/dropcap]Paisajes sí; rostros negros no: políticas de la visibilidad
“Por supuesto, no viajé y
dejé de pintar retratos de
rostros rojos en Estados Unidos,
para pintar rostros negros en Jamaica.” (Bard19)
La misma motivación que llevó al aventurero norteamericano a Jamaica, un mes después solamente era causa de su insatisfacción. En este tiempo ya había recorrido el interior de la isla y llenado su portafolio con lo único que le interesaba: bocetos y dibujos sobre los paisajes. Después de esto, Jamaica ya no era merecedora de su estancia. Por eso su intención de buscar otras tierras tropicales. En las imágenes de las mismas que dibuja apreciamos su voluntad conceptualizadora del trópico. En ellas encontramos nuevamente las dos curvas de definición que antes mencionamos, a saber, la del trópico como paisaje, conformado en este caso por una naturaleza aún más grandiosa que la de Jamaica; por anchos lagos y volcanes que saludaban al sol. Es sin duda la naturaleza en su máximo potencial estético.
La segunda curva viene a continuación y marca la transición de naturaleza a poblaciones. Son dos las que visibiliza a este respecto. El trópico son las tierras boscosas por las que pasaron los conquistadores españoles, y también las tierras en cuyas profundidades se encontraban aquellos extraños dioses adorados por supersticiosos aborígenes, junto al altar desierto y la tumba anónima de una difunta y misteriosa gente. Podemos notar la manera distinta en que se refiere a conquistadores y poblaciones nativoamericanas. Mientras los primeros parecen haber pasado por estas tierras triunfalmente, los segundos parecen haber quedado enterrados en el pasado y pertenecer al mundo de las supersticiones.
Su ensoñación, su deseo por otras tierras tropicales finalizaba señalando la belleza de Jamaica y a la vez su incapacidad para llenar las expectativas de una persona hambrienta de paisajes como él: “Jamaica era en realidad bella, pero yo anhelaba lo que los trascendentalistas llaman lo sublimemente bello, o, en inglés simple, la combinación de sublime y bello—en pocas palabras, una Suiza ecuatorial” (Bard 18).
El deseo de encontrar en estas latitudes una Suiza ecuatorial nos informa de qué geografías y sociedades se alimenta esta política de la mirada, así como también sobre la procedencia de las nociones de lo bello y lo sublime. Hemos visto cómo el narrador pinta la isla como un sitio hermoso, aunque no sublime. Pongamos ahora atención a la siguiente escena porque nos brinda mayor claridad sobre qué elementos deben entrar en su campo de visibilidad para que Jamaica adquiera un estatuto calificativo completamente opuesto:
Y, aunque Jamaica estaba bien en sus paisajes, sus dilapidados cultivos, y los sucios y perezosos negros, más de la mitad todavía en estado nativo y bárbaro, eran repugnantes para mis ideas y gustos americanos. Ellos sonreían a mi alrededor, esos negros, cuando comía, y ponían sus cabezas sobre mis dibujos cuando dibujaba. Me seguían a todos lados, como chacales negros, y farfullaban su incomprensible jerga en mis oídos hasta ensordecerme. Y luego, ¡su olor bajo el calor tropical! ¡Uff! (Bard 18-19)
Encontramos aquí un nuevo cuadro que confirma la tesis de trabajo. Jamaica sobresalía como paisaje, pero el estado ruinoso de sus plantaciones—lugares de la producción, de la economía—y, sobre todo, la entrada en escena de la población negra, perezosa y sucia, y más de la mitad mantenida en “estado nativo y bárbaro” es lo que da al paisaje tropical una naturaleza repugnante, al menos cuando el juicio proviene de un ser con “ideas y gustos americanos”.
Leamos con suma atención cuando señala que estas humanidades le resultaban repugnantes para sus ideas y gustos americanos—¿cuáles eran tales ideas y gustos? No nos lo dice. Sin embargo, su mención nos permite localizar la procedencia de la mirada que define el trópico. No es realmente el pintor quien dibuja la escena, no es un individuo. Es, más bien, un dispositivo geocultural desde el cual el narrador observa, escribe, clasifica, juzga y valora, en este caso como es claro para inferiorizar o minorizar.
¿Cuál es la razón particular por la cual sus gustos americanos se sienten ofendidos al notar la presencia de la población negra? ¿En qué consiste la repugnancia que siente hacia los negros? Vale decir que, en su tarea organizadora y clasificadora, queda muy claramente delimitado un nosotros y un ellos. El primero está formado por las poblaciones con ideas y gustos americanos; mientras que la segunda por las poblaciones negras. “Esos negros” se reían cuando él comía, se rascaban la cabeza al ver sus dibujos, lo seguían a todos lados. No hay duda que son para él una presencia incómoda. El trópico sería un paisaje y un sitio mucho más hermoso sin la presencia de estas gentes—¿no es esto justamente lo que hoy postulan las campañas turísticas sobre estas geografías? El recurso de la animalización sirve a la ilustración naturalista y salvaje de estas poblaciones. Qué mejor que comparar a “esos negros” con unos chacales negros para explicar su comportamiento. Con seguridad estos animales podrían encontrarse en la isla y llamaban más su atención de naturalista que la presencia incómoda de estas poblaciones. En efecto, a lo largo de la novela, el narrador se detiene más a describir la naturaleza, la fauna y la flora, que a las poblaciones. La diferencia de atención es sustancial.
Volvemos a encontrarnos con el idioma como manifestación incómoda, desagradable, fuente de repugnancia y discrepancia con la cultura. Hablaban ese idioma incomprensible para él hasta casi dejarlo sordo. Y, por último, un tropo común en las prácticas racistas: ¡el olor expelido por estos cuerpos en el calor tropical! ¿Su cuerpo blanco expelía un olor distinto bajo el mismo calor? ¿Por qué no nos habla del olor de su propio cuerpo?
En resumen, tanto el comportamiento como el cuerpo, y cualquier cercanía—entiéndase roce—de la población negra hacía del trópico un lugar no meritorio del “gusto americano”. En este cuadro el trópico era odioso y repugnante, y ya no bello y resplandeciente. El trópico merecía ser pintado pero no socializado. Recordemos que la pintura es también una manera de producir la perduración de un instante o de una realidad en el tiempo. Considerando esto, el trópico merecía perdurar únicamente como paisaje y naturaleza, pero no como gentes y sociedades con cultura e historia. Otra ilustración que ejemplifica esto la encontramos cuando, al finalizar esta escena, el narrador comenta que había regresado del interior de la isla a Kingston, pintado un par de paisajes y reunido fondos para un nuevo viaje a tierra firme. Claro le quedaba lo siguiente en la cita que sirve de epígrafe a este apartado: “Por supuesto, no viajé y dejé de pintar retratos de rostros rojos en Estados Unidos, para pintar rostros negros en Jamaica” (Bard 19).
El trópico es meritorio de pintarse y perdurar solamente en su paisajes, no así en sus gentes. La valoración de qué es meritorio pintar y qué no opera de dos maneras: 1) como política de inferiorización y desechabilidad de las poblaciones negras que habitan las geografías del trópico; 2) como política de su exclusión o borramiento de la historia y la cultura. La preeminencia del yo blanco, dibujante y voz única de la historia, refuerza el silenciamiento de las voces de las poblaciones negras. El silenciamiento literario que solo da cuenta de una mirada y de una visión del mundo trabaja como violencia epistémica que reafirma y reproduce en la literatura una posición subalterna en la geopolítica. Así, el texto cultural que sirve a intereses imperiales constituye un archivo de cómo la mirada blanca-masculina denota la presencia de cuerpos negros, pero no permite que sus voces negras irrumpan en los regímenes de enunciados y visibilidades que configuran el trópico.
[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]3[/dropcap]Blancos, indígenas y negros: ¿identidades en diálogo o monólogo de la blancura?
Vamos a detenernos un poco más en la estancia del narrador en Jamaica. Veamos cómo el destino le juega una mala pasada al ser contratado por un legislador mulato con el propósito de pintar una vista del edificio del pueblo español, el edificio legislativo. Al respecto, llama la atención que él pone entre comillas la frase “la isla emancipada” (Bard 20). ¿Está poniendo en entredicho la naturaleza independiente de la isla de Jamaica? El acuerdo para pintar el cuadro fue en base a una remuneración de veinte libras. El pintor norteamericano inició su trabajo, pero no contaba con que una “mañana caliente y oscura” (Bard 20) el legislador se enfermara de cólera y antes del medio día ya estuviera muerto. Esta escena nos sigue informando sobre la falta de cuidado de la vida que predomina en la isla. Así mismo, sugiere que el narrador es un artista no sólo de paisajes, sino que en realidad pinta las sociabilidades, escenas y acontecimientos de la vida de la población. Es tanto un pintor del paisaje como de las gentes, de costumbres y comportamientos. Veamos, como ejemplo, cómo se refiere a la propietaria de la vivienda en la que reside:
Voltaire, creo, ha dicho que si le preguntaran a un sapo acerca de su ideal de belleza, probablemente se describiría a sí mismo, viviendo complacientemente en un frío, pegajoso, ombligo amarillo, una verrugosa, ondulada espalda café, y de ojos desorbitados. Y realmente creo que si le hiciera la misma pregunta a la propietaria de la vivienda en que me hospedo, ella habría tocado coquetamente sus colochos sobre cada mejilla empalagosa, y hubiese mirado al espejo en busca de respuesta. Negra, negra brillante, y gorda, maravillosamente gorda, estaba poseída sin embargo de vanidad femenina. No había ninguna duda de que desde el primer día de mi llegada ya me estaba pidiendo un retrato. Era aficionada al dinero y era mezquina, por lo que me cuidaba de no hacer proposición alguna hasta que consiguió una especie de ovillo que representaba lo que podía costar su inmortalidad. Sin embargo, había diplomáticamente evadido sus acercamientos, hasta el desafortunado día en que el hombre de la asamblea legislativa murió. Ella misma me dio la noticia, y me notó más enojado que impresionado, y dejé de pintar con el aire de quien abandona un mal trabajo. Evidentemente, ella consideró que era un momento favorable para sus propósitos; había un brillo de astucia en sus ojos redondos y pequeños, y el color ébano de sus mejillas se iluminó. (Bard 20)
Pongamos atención a la manera en que pinta con palabras el físico de la casera de Jamaica y a la animalización recurrente—antes chacales negros, ahora un sapo. A pesar de su reticencia, él termina aceptando pintarla. La descripción del retrato la encontramos en el siguiente pasaje:
No solo decidí pintar a mi casera, sino que lo hice sobre el cuadro del edificio de la asamblea que no había finalizado. Era el primero, y bendiciones del cielo mediante, mi último retrato. No puedo evitar reírme, hasta ahora mismo, de esa gorda, reluciente cara, mirando a todo el mundo como si hubiese sido recién barnizada, coronada por una bufanda color rojo chillón, enrollada alrededor de la cabeza como turbante; y dos brazos gordos, colgándole como troncos de elefante con una bata blanca de fondo. (Bard 22)
De esta cita subrayemos la risa burlesca y el énfasis depositado en la gordura. Ambos podemos entenderlos como la intención de resaltar la fealdad de estos seres. Notemos también que ya es reiterativa la animalización de las personas. Antes comparó a los negros con chacales, luego con sapos y ahora con un elefante.
De regreso en la escena, lo más importante no fue la retribución salarial que el pintor recibió. Más que eso fue el hecho de haberle presentado a un “caballero de color”, quien dos veces al año viajaba a la costa mosquitia, en las costas de América Central. Veamos cómo el pintor nos describe esta situación:
Mi casera estaba satisfecha, y con todo generosa, por lo que no solamente me pagó las diez libras y me brindó dos semanas de alojamiento, sino que también me presentó un señor de color, amigo de ella, quien navegaba un pequeño bote dos veces al año a la costa de la mosquitia, en las cosas de América Central, donde él comerciaba ilegalmente ron, algodón de colores hechos de caparazones de tortugas y zarzaparrilla. Había un barco de vapor que salía desde Kingston, una vez al mes, a Cartagena, Chagres, San Juan, Belice, y a lo largo de toda la costa; pero, por obvias razones, no podía ir en un barco de vapor. Así que me llamó la atención la idea de un trato con el patrón, en los términos de que él se obligaba a llevarme hasta Bluefields, sede de la realeza mosquitia, por la suma de tres libras, en efectivo. (Bard 22)
Aquí encontramos la primera mención de la ciudad de Bluefields y la realeza mosquitia. Es de esta manera que el narrador se embarca a la costa caribeña centroamericana. El equipo con el que viajó tenía una composición étnica que no puede pasar desapercibida. Leamos:
La tripulación estaba confirmada por el capitán Ponto [a quien antes había llamado caballero de color], Thomas, su colega, un marinero, y un chico indígena de Yucatán, cuyo trabajo era cocinar y bombear. Como debe suponerse, el joven indio no estorbaba pues siempre estaba trabajando. (Bard 24)
De ahora en adelante tengamos presente la heterogeneidad étnica que confluye en este viaje marino. Antes de salir de Jamaica el narrador nos dibuja un cuadro importante. Era muy temprano por la mañana, apenas amanecía al final del mes de diciembre, cuando el pintor de escenas y paisajes de la vida del trópico vio cómo la esposa del capitán Ponto y sus seis hijos llegaban a despedirlo antes de zarpar. Resultó que su esposa era una mujer blanca. Ponto era un hombre negro casado con una mujer blanca. Un cuadro de esta naturaleza no podía pasar desapercibido de la vista y ánimo de representación del pintor. Veamos cómo dibuja la escena y en que términos se refiere a la misma:
En una clara mañana, cerca de los últimos días de diciembre, la esposa del capitán Ponto, una mujer blanca, con una familia de seis niños, los tres mayores vestidos con camiseta, y los tres más pequeños sin ella, vinieron a vernos partir. Vi la despedida, y observé las lágrimas en el rostro de la esposa al decir adiós. Me pregunté si ella realmente podría tener algún apego por su esposo, y si tal vez la costumbre la habría hecho olvidar el natural instinto de repugnancia que existe entre las razas superiores e inferiores de la humanidad. (Bard 24)
Estas son las escenas de la vida del trópico que el pintor dibuja y de la cual nos hace partícipes. ¿Por qué es digno de atención que un hombre negro sea esposo de una mujer blanca? ¿Por qué esto es meritorio de ser pintado y memorizado? ¿Por qué le sorprende que una esposa llore por la partida de su marido? Como podemos leer, lo que se pregunta es si es posible que una mujer blanca tenga un lazo o vínculo sentimental auténtico con un hombre negro. La interrogante es cómo es posible que se haya roto la “natural” repugnancia que existe entre razas superiores e inferiores de la humanidad. ¿Cuál es el propósito de esta escena? Mi hipótesis es que le sirve al pintor para postular que en el trópico la naturaleza humana se corrompe y descompone. El principio cultural de la división “natural” entre razas superiores e inferiores no es tal. La escena se hace macro y podemos ver cómo la pareja es representativa de la condición de Jamaica como sociedad:
Pensé en la situación de Jamaica, y mentalmente reflexioné si no había aquí un malentendido de las leyes de la naturaleza, y si lo que veía era el inevitable resultado de su reversión. No puede ser negado que donde las razas superiores e inferiores entran en contacto, y se amalgaman, se encontrará una población híbrida que contiene, si no todos los vicios, algunos, y ninguna de las virtudes del original. Y será difícil poner en duda, para aquellos conocedores del tema, que la manifiesta ausencia de moralidad pública y virtud personal en los estados hispanoamericanos, proviene de la fatal facilidad con que los colonizadores españoles se han mezclado con los negros e indios. La rígida e inexorable exclusión, al respecto de las razas inferiores, por parte de la sangre dominante de Norte América, quizá corriendo en diferentes caminos, pero siempre guardando la misma fuente teutónica, es uno de los grandes secretos de su vitalidad, y el mejor resguardo de su permanente ascendencia. (Bard 24-25)
No se trata solamente de que esta pareja rompe y transgrede las leyes de la naturaleza humana y mezcla lo inferior con lo superior, sino que eso sucede con Jamaica y, más general aún, con los estados que fueron colonizados por España. Esto contesta la pregunta elaborada al inicio del trabajo de qué discurso se construye en torno al trópico. Aquí el trópico es un lugar geográfico y humano en que la naturaleza humana se degrada por las sociabilidades que la constituyen. En el trópico lo natural se revierte, disminuye, pervierte. Para el pintor de paisajes—él mismo a su saber miembro de la “sangre dominante” norteamericana—, el contacto entre razas “superiores” e “inferiores” no trae en absoluto efectos positivos. Al contrario, el mestizaje resultante contiene prioritariamente los vicios que posee la “raza inferior” y ninguna de las virtudes de la “superior”, o de los especímenes “originales”. Muchos de estos vicios ya los pudimos conocer de su propia voz cuando nos pintó a la población negra de Jamaica. Recordemos, por ejemplo, a su casera.
Más interesante aún es su postulado de que la falta de moral pública y virtud privada que existe en los estados hispanoamericanos es resultado de la “fatal facilidad” con que los colonizadores españoles se mezclaron con los negros y los indios. Hay varios asuntos sobre los cuales vale la pena llamar la atención. No hay duda alguna de que en esta mezcla los colonizadores españoles representan la raza superior mientras que los indios y negros las inferiores. No sabemos en base a qué fuente asevera la facilidad de mezcla o mestizaje entre españoles, indios y negros. ¿Estará refiriéndose a la facilidad con que los españoles abusaron de los cuerpos de mujeres indígenas, tomándolas como botín de conquista o de ‘guerra justa’? ¿Se podría referir a ese tipo de facilidad?
Más allá de discutir la veracidad de su afirmación, me pregunto si podemos leerla como una crítica a la política de colonización española y, en tanto ello, considerarla en su dimensión geopolítica. Recordemos que Squier es un diplomático de un país emergiendo como potencia política y económica, y con afanes ya de apropiarse y controlar territorios latinoamericanos. En tales circunstancias resultaba estratégico problematizar las políticas imperiales anteriores. Desde su perspectiva, lo ideal era que los colonizadores no se mezclasen con indígenas y negros, en aras de prevenir la inferiorización de la población y pudiendo evitar, por tanto, esos errores de la naturaleza humana que ahora se podían ver en sitios como Jamaica. Contrario a esto, la política norteamericana sí preservaba con minucioso cuidado su superioridad, su “sangre dominante”, manteniendo a las “razas inferiores” en una “rígida e inexorable exclusión”.
Si bien la “sangre dominante” que provenía de Norteamérica fluía y se había movido geográficamente, sí preservaba su fuente teutónica. Esto constituía uno de los secretos de su vitalidad y, sobre todo, una manera de salvaguardar su permanente ascendencia. Podemos leer estas ideas como una intervención, desde la literatura, sobre el campo de las disputas geopolíticas de entonces en los territorios recién desprendidos del control colonial español. Squier desea desprestigiar la política colonizadora española señalando que su supuesta política de mestizaje operó en detrimento de su vitalidad y superioridad. Algo similar podríamos decir acerca de las políticas coloniales británicas en Jamaica, pues también dio lugar a matrimonios y mezclas interraciales, como el ejemplo del capitán nos muestra. En cambio, señala que la vitalidad ascendente se encuentra en Norteamérica. Sin duda era una estrategia para fortalecer, legitimar e impulsar el dominio de los Estados Unidos en las ex colonias españolas y británicas, recién independizadas.
Vale la pena mencionar que aquí encontramos una relación entre formaciones discursivas raciales y las disputas geopolíticas en Centroamérica. Y qué decir con respecto a la pregunta principal que tiene que ver con el discurso que se construye en torno al trópico. El trópico es una geografía en la cual residen las “razas inferiores”—negros e indígenas. Por tanto, sobre ellos debe ser practicada una política de control racial ejercida desde la “raza superior” de “sangre dominante” y procedencia teutónica.
[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]4[/dropcap]‘Darkey’, ‘indian’: clasificaciones raciales
En este acápite me concentro en el estudio que el narrador realiza de las identidades embarcadas con él hacia el caribe centroamericano. Estas descripciones son útiles para seguir indagando sobre las clasificaciones raciales en estos contextos históricos y las miradas del norte del hemisferio sobre las mismas:
Ponto había sido un esclavo antes, y consecuentemente ahora era arrogante y tiránico, sobre todo con las personas que eran sus subordinadas. Aunque, como había sido propiedad de un hombre consecuente, no había perdido completamente su deferencia al hombre blanco, y algunas veces olvidaba que era el capitán y actuaba como el esclavo. Únicamente en este último rol era perfectamente natural; y, aunque no pocas veces me divertí con sus intentos de desarrollar un comportamiento más elevado, no debería asustar al lector con ninguno de estos episodios. El era un negrito muy noble, con una fuerte aversión al agua, tanto externa como internamente. Su colega, y el otro hombre que también estaban en la tripulación, eran negros ordinarios que no vale la pena mencionar con mayor detalle. (Bard 26)
Después de haber puesto en duda todo vínculo sentimental posible entre una mujer blanca y un hombre negro, y haber llamado la atención sobre la perversión de este lazo, el narrador nos dibuja al capitán Ponto nada más y nada menos que como un ex esclavo. De esta condición derivaba su naturaleza imperial y tiránica con respecto a sus subordinados. Sin embargo, lo redimía haber sido propiedad de un “hombre blanco consecuente”, por lo cual había aprendido muy bien la deferencia meritoria de los blancos. Por eso su naturaleza cambiante de capitán a esclavo.
Tenemos una puesta en duda absoluta de la capacidad de liderazgo y conducción de un colectivo que pueda tener un hombre negro. Bien podemos hacer un símil entre capitán del barco en el que viajan diversas identidades étnicas, y líder social o incluso ciudadano. A la vez, la situación es representativa de la predominancia de un espíritu de subordinación a toda aquella persona que sea de raza blanca. Ponto no es realmente el capitán del barco, sino un esclavo subordinado a los propósitos viajeros del pintor norteamericano en busca de exuberantes paisajes tropicales. La “raza” es el factor determinante en la organización política de sociedades y culturas del mundo. Eso es lo que, a mi parecer, el autor postula a través de este cuadro. Todo intento de Ponto por cambiar de subjetividad es frustrado, mimético. Su verdadera identidad es ser esclavo, ¿su esclavo?
Pasemos ahora a la descripción del indígena de Yucatán que también viaja en el barco. Notemos, nuevamente, que es la mirada y la pluma blanca la que clasifica y dibuja:
Pero Antonio, el joven indio, que cocinaba y bombeaba, y luego bombeaba y cocinaba—temo que nunca dormía, al menos nunca escuchaba señales de ello en el pequeño vagón de cola—Antonio atrajo mi interés desde un inicio; e incrementó cuando descubrí que hablaba un poco de inglés, su español era perfecto, y podía leer en ambos idiomas. (Bard 26)
Pongamos atención en la diferencia entre el capitán Ponto y su colega, ambos negros “ordinarios” por un lado, con la manera en que dibuja a Antonio, indígena de Yucatán, por el otro. Antonio es el cocinero, bombeador del barco, trabajador sin descanso. De manera opuesta a lo que ocurre con los dos sujetos anteriores, de quienes no quería dibujar más que lo inferiores que resultaban a sus ojos, Antonio atrajo su interés de manera positiva. Y lo hizo aún más cuando descubrió que hablaba un poco de inglés, un español perfecto y que además podía leer en ambos idiomas. Antonio entonces no solo es trabajador incansable sino también relativamente letrado y bilingüe. Aquí el dibujo pasa de las naturalezas y seres perversos a los llamativos y ¿eróticos? ¡Sí! podemos afirmarlo considerando que es una novela prácticamente homosocial—hay dos personajes femeninos únicamente, y de menor relevancia ambos—en la cual Antonio es el centro de atención corporal y cultural, y su representación animal corresponde a una pantera, tal y como podemos leer en la siguiente cita:
Había algo misterioso en encontrarlo entre estos negros incultos, con su piel relativamente clara, ojos inteligentes, y un largo y bien ordenado cabello negro. Él era como una pantera entre osos torpes; y hacía su trabajo en un modo acorde a su naturaleza india, sin murmullo, y con una especie de obstinación silenciosa, seña de respeto a sus mayores. Rara vez replicaba a sus órdenes con palabras, y lo hacía más bien con monosílabos. Le pregunté al capitán Ponto sobre él, pero no sabía nada, excepto que era de Yucatán, y había llegado al barco solo un día antes, ofreciendo su trabajo por pasaje a tierra firme. Y el capitán Ponto me dio a entender que había aceptado al chico únicamente para hacerse cargo de mí, ya que el capitán ordinariamente cocinaba su propia comida. También se atrevió a hacer una afirmación condescendiente acerca de los indios en general, que ellos eran muy buenos para servir siempre y cuando fuesen mantenidos bajo control; este comentario, viniendo de un ex esclavo, lo consideré bastante bueno. (Bard 26-27)
El narrador se pregunta nuevamente sobre los contactos étnicos, ahora no entre blancos y negros, sino entre indígenas y negros. Lo que ahora llama su atención no es el contacto entre razas “superiores” e “inferiores”, sino el contacto y coexistencia—¿coetaneidad temporal?— entre seres a su entender cultos e incultos. Vale la pena recordar aquí que el dominio de la lecto-escritura era considerado uno de los principales signos de la civilización.
A diferencia de los “negritos”, la piel de Antonio era relativamente blanca; se acercaba más a la del dibujante mismo. Sus ojos denotaban inteligencia, y su cabello negro, largo y ordenado, terminaba de dibujar un perfil del cual claramente gustó el dibujante. La diferencia es abismal si comparamos esta descripción a la que antes hizo de su casera, por ejemplo. Nos lo termina de confirmar la diferencia y distancia entre indígenas y negros al animalizarlos diciendo que Antonio era como una ágil pantera entre torpes osos.
Por otro lado, no podemos dejar de notar la naturalización y esencialización de lo indígena. Hay un conocimiento establecido sobre la naturaleza de una “raza”, que podemos ver cuando el narrador dibuja a Antonio como alguien que realiza su trabajo de una manera tal que se corresponde con la “naturaleza de los indios”, esto es, en silencio, y con una especie de tenacidad silenciosa, lo cual decía mucho sobre el respeto que prodigaba a sus mayores. Estamos frente a un tropo de lo indígena en la literatura y el discurso que formó las identidades socio-culturales del siglo XIX, como señala Ileana Rodríguez (véase 177).
En buena medida, la virtud de Antonio se encontraba en responder y comportarse tal y como se pensaba era el “carácter indio”. Antonio respondía acorde a ese razonamiento que decía que, por naturaleza, el “indio” era obediente, no respondía a las órdenes que recibía con palabras, y prácticamente solo hablaba en monosílabos. Sin embargo, llaman la atención dos cosas más. Antonio es inteligente, no responde al tipo del “indio incivilizado” que predomina en el discurso político del siglo XIX. Sin embargo, es obediente y está destinado al trabajo, lo que sí corresponde al discurso antes mencionado.
El interés del narrador por la personalidad y la persona misma de Antonio será constante en la novela, aunque por momentos disminuya el interés afirmando que, después de todo, él no era más que un cocinero a bordo de una embarcación. Su estrategia es hacerse amigo de Antonio porque consideró que podía ser una útil compañía en el país al que se dirigía. Vemos entonces su apropiación como informante y apoyo nativo, estrategia típica de viajeros y antropólogos.
[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]5[/dropcap]Paisajes y gentes del trópico
En los acápites anteriores he tratado de responder a la pregunta elaborada al inicio del trabajo, sobre qué discurso construyó Squier en torno al trópico en esta novela. Al respecto, mostré dos curvas de enunciación y visibilidad que configuran el trópico. Llamé a la primera con el nombre de humanidades abominables. Este calificativo trata de nuclear el gesto inferiorizador que el pintor elabora sobre las gentes y poblaciones del trópico. A la segunda la nombré paisajes incomparables porque de tal naturaleza es la calificación que se hace de estas geografías. Ambas forman un discurso sobre el trópico que invita a la contemplación de estos paisajes y a la desechabilidad y basurización de sus poblaciones.
A través del estudio de las políticas de visibilidad de la mirada blanca y masculina—yo narrador de la novela—, y en particular de la configuración literaria de las identidades negras e indígenas, hemos visto cómo la construcción de identidades raciales perpetúa la colonialidad del poder como patrón de conocimiento y clasificación de poblaciones mundiales. Es la mirada blanca, en este caso norteamericana, la que clasifica, ordena y jerarquiza las poblaciones de otras latitudes continentales. Así, reproduce la política imperial/colonial por la cual ya antes fueron afectados estos mismos territorios y poblaciones.
Obras citadas
Rodríguez, Ileana. Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica. Identidades regionales/modernidades periféricas. Managua: IHNCA-UCA, 2011.
Bard, Saml. Waikna. Adventures on the mosquito shore. Gainesville: University of Florida Press, 1965.
Quijano, Aníbal. “Colonialidad del poder y clasificación social”. En: Journal of World System Research, VI, 2, Summer/fall 2000, 342-386.
Notas:
*Estudiante del doctorado en literatura y estudios culturales latinoamericanos y Graduate Teaching Associate del Departamento de Español y Portugués en The Ohio State University. Correo electrónico: gomezlacayo.1@osu.edu
[i] D.E. Alleger, editor de la University of Florida Press, casa editorial que reeditó la novela en 1965, afirma que Squier utilizó un seudónimo por motivos diplomáticos.
[ii] La obra de Quijano al respecto es profusa, pero este ensayo es fundamental: Aníbal Quijano. Colonialidad del poder y clasificación social. En: Journal of World System Research, VI, 2, Summer/fall 2000, 342-386.
[iii] Todas las traducciones son mías.
[iv] Sobre los judíos portugueses en Jamaica se puede consultar: Arbell Mordechai, The portuguese jews of Jamaica. Kingston: Canoe Press, 2000.