Ser cubano y haber nacido en los 70: memoria e identidad generacional en
El telón de azúcar, un documental de Camila Guzmán
Arelis Rivero Cabrera
(Loyola University Chicago)
Ser cubano y recordar con cierta claridad, aunque con la sensación de haber entendido poco, sucesos como la visita de Gorbachov a La Habana o el juicio al general Arnaldo Ochoa -ambos en 1989- significa, en la mayoría de los casos, que se ha transitado por una serie de rutinas y rupturas compartidas. Implica, por ejemplo, haber vivido la infancia “de cierta manera” y experimentado en la adolescencia tardía o en el umbral de la adultez las dentelladas con que la profunda crisis de los 90 perforó estómagos, desgarró ilusiones y provocó la masiva estampida de compatriotas al exterior. Con el documental El telón de azúcar (2006), Camila Guzmán Urzúa quiso evocar su pasado para indagar en el presente de una generación -la suya- que otrora estuvo destinada a encarnar al “hombre nuevo” guevariano y que ha ido viendo cómo se desmoronan, uno tras otro, los valores que rigieron su formación.
Con estos breves apuntes me propongo examinar la propuesta de Camila Guzmán para analizar aquellos elementos que sitúan El telón de azúcar en el contexto del diálogo intrageneracional de un grupo de cubanos que hace acopio de sueños rotos y sentimientos encontrados para apuntalar su propia identidad. ¿Cómo se ensamblan en el documental el pasado y el presente de una generación que vivió una infancia “especial” y que afronta su adultez sacudida por la desilusión y el exilio? ¿Cómo la perspectiva personal de la realizadora se inserta en la dinámica de elaboración y relaboración del recuerdo de una generación detonada por la diáspora? ¿Participa el discurso de Guzmán en la modulación de una narrativa que reivindica una “manera distinta” –alternativa- de reconstituir la memoria como parte vital –dinamizadora- de una identidad generacional? Estas preguntas esbozan la ruta didáctica que guiará la reflexión con que pretendo horadar El telón de azúcar para mirarme en ese encantador espejo de emociones, frustraciones y expectativas en que hoy proyectan y contrastan su experiencia quienes fueron niños en la Cuba de los 70 y 80. Intuyo que también yo podré reconocerme entre esa gran multitud de subjetividades que interactúan para consensuar la memoria de una generación de cubanos que, si bien anda bastante repartida, resiste a la tentación de perderse entre un presente brumoso y un futuro que titubea.
1. Razones para des-montar El telón de azúcar
Aunque nació en Santiago de Chile, en 1971, y sus padres son chilenos, Camila Guzmán es –ella así se identifica- cubana. Hija del reconocido documentalista Patricio Guzmán –figura clave en el proceso de reconstrucción de la memoria chilena de las últimas cuatro décadas- Camila llegó a Cuba con su familia poco después del golpe militar de Augusto Pinochet que terminó violentamente en septiembre de 1973 con la presidencia de Salvador Allende. La Habana fue la ciudad donde transcurrió casi toda la infancia y adolescencia de Camila y su hermana Andrea, quienes siguieron cada una de las rutinas que involucraban a los individuos de su edad. Desde que su padre se fue a residir a Madrid, las dos niñas viajaron periódicamente a España, pero continuaron residiendo en la isla hasta que, ya cumplida la mayoría de edad –en el umbral de la “década oscura” de los 90-, Camila inició su propio periplo: después de vivir en Inglaterra -donde inició sus estudios de cine- y de una breve temporada en Chile, fijó su residencia en París. No obstante, Camila Guzmán siempre ha mantenido una estrecha conexión afectiva con Cuba, entre otros motivos, porque su madre ha seguido viviendo en la capital insular (Kabous 93-95).
En 1994, después de una primera temporada en Londres, la joven Camila regresó a La Habana justo el día en que estalló la llamada “crisis de los balseros”. Habría querido reencontrarse con la isla y, sin embargo, sintió que el país de su infancia ya “no estaba”. Dese aquel momento comenzó a acariciar la idea de documentar el insólito desencanto que henchía de incertidumbres y ausencias cada rincón de una isla que entonces se consumía en el agobio de las carencias, el pedalear de las bicicletas y los apagones diarios. No obstante, Camila volvió a Europa y esperó a que alguien contara por ella cómo había sido su niñez en el caimán de la utopía que entonces se venía abajo. Cansada ya de esperar, en 1998 decidió hacer “su película”: “Quería saber en qué se había convertido Cuba (…) Tenía que construir mi historia y contar este país de mi infancia que existió, y dónde estamos hoy y qué nos dio y qué no nos dio. ¿Qué pasó con esa generación que tuvo esta experiencia a mi juicio bastante especial?” (Entrevista 2007). Cuando por fin consiguió financiación para llevar a cabo su proyecto, Camila Guzmán viajó a La Habana y, con la ayuda de una amiga que se ocupó del sonido, empezó a trabajar en la que sería su primera obra.
Hasta que pudo terminar el documental, pasaron más de seis años; un tiempo que, en opinión de la realizadora, fue vital para “tomar distancia” y conseguir un “equilibrio” en el montaje. (Entrevista 2007) Desde su salida en 2006, El telón de azúcar emprendió un intenso recorrido por festivales a ambos lados del Atlántico. Entre sus galardones consta el primer premio en la categoría documental del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en 2007; ese mismo año triunfó en certámenes en Francia, Argentina y Chile.
Núcleo de numerosos artículos y comentarios difundidos a través de la red, el documental de Camila Guzmán también ha sido abordado desde el ámbito de los estudios culturales, primero por Magali Kabous (2009) y luego por Bernardita Llanos (2012). El ambicioso análisis de Kabous parte de la contextualización de El telón de azúcar en el desarrollo del cine documental sobre la revolución cubana y explora tres duplas básicas que se integran en el montaje: la correlación entre perspectiva individual y colectiva, el paso de la infancia a la adultez de un grupo de individuos y el devenir del proceso revolucionario cubano -dos evoluciones que corren paralelas- y, por último, la experiencia del exilio y el regreso (Kabous, “Le documentaire cubain entre nostalgie et désillusion. Le Rideau de sucre de Camila Guzmán”). Por su parte, la sugerente reflexión de Llanos pasa por el contraste entre El telón de azúcar y Chile, la memoria obstinada (1997) -de Patricio Guzmán- para dilucidar el papel que la historia y la utopía desempeñan en el trazado de los lindes entre memoria colectiva y memoria personal en dos documentales que, por más de una razón –una muy importante, la familiar- comparten preocupaciones y formas de representación que les llevan de paso a dialogar en el plano intergeneracional (Llanos, “Memoria histórica y personal en los documentales Chile, la memoria obstinada de Patricio Guzmán y El telón de azúcar de Camila Guzmán).
Sin duda, los artículos de Kabous y Llanos constituyen una lúcida y abarcadora interpretación que facilita una ojeada alerta –escrutadora- al documental de Camila Guzmán. Ahora pienso que sería interesante ahondar en el modo en que El telón de azúcar se hace eco de la evolución de una manera de recordar; cómo ha captado la mirada personal de la realizadora el proceso de “maduración” por el que ha ido transitando la percepción sobre el pasado de unos individuos que ya han superado la treintena; un proceso clave para comprender la manera en que ese grupo de cubanos ha ido cultivando –reinventando- su identidad como colectivo. Tratándose de un objetivo que prioriza el enfoque generacional, conviene realizar una somera puntualización sobre el término “generación”.
Los estudios realizados en la isla por el Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas –organismo gubernamental- sobre la estructura de la sociedad cubana de las últimas décadas se apartan de las teorías que establecen segmentos temporales uniformes para imponer los límites entre grupos generacionales y manejan un concepto de generación centrado en el contexto histórico en que un grupo de individuos de edades aproximadas despliega “una actividad social común en etapas claves de formación de la personalidad, que da lugar a rasgos estructurales y subjetivos similares” que posibilitan que ese grupo de individuos sea reconocido y, lo que es aún más importante, se reconozca a sí mismo, como “diferente” de las otras generaciones con las que convive (Domínguez García 69). Dejando a un lado la operatividad del concepto –susceptible quizás de actualización-, una pregunta sí parece inevitable: ¿el hecho de ser cubano y haber nacido en los 70 implica, por extensión –obligación-, haber compartido con personas de edad similar experiencias lo bastante influyentes en el proceso de constitución del sujeto como para que este grupo de individuos pueda ser reconocido –y reconocerse- una generación?
La respuesta que al respecto ofrece El telón de azúcar –tácitamente afirmativa- gravita sobre una serie de condicionantes sintetizadas en cinco temáticas que configuran el bastidor del montaje: primero, el periodo histórico en que transcurrió –completamente- la infancia y la adolescencia de estos individuos; segundo, el modelo de valores que arbitró su educación; tercero, la entrada en la adultez durante los años más duros del Periodo Especial; cuarto, el exilio de un alto porcentaje de sus miembros; y quinto, una manera “singular” de procesar el recuerdo que, más allá de una autodefinición generacional fundamentada en una experiencia “especial”, revierte en la voluntad de articular un discurso “propio” en que esa “especialidad” aparezca representada con todos sus matices, incluidas también sus incoherencias sentimentales. La integración de esos cinco elementos en el documental se realiza a través de una estrategia que oscila entre la memoria y el contraste que recrea la experiencia vital de la generación protagonista en contraposición –a veces explícita- a las de otros grupos generacionales; especialmente el formado por sus padres y otro de individuos más jóvenes.
A través de la experiencia de los padres, hombres y mujeres nacidos antes del triunfo de la revolución cubana en 1959, que en muchos casos participaron en eventos como la Campaña de Alfabetización de 1961, concurrieron sistemáticamente a la zafra y se incorporaron a la formación masiva de profesionales medios y universitarios, se incorpora –aunque no con demasiados detalles- la historia de una época anterior. La experiencia vital de esa generación se sintetiza en el relato de un amigo de Camila que muestra las fotografías de su padre miliciano y su madre alfabetizadora, en la breve intervención del padre de otro amigo que recuerda la dureza de su infancia en el batey de un central azucarero y en la imagen de un matrimonio que acude al aeropuerto para recibir a su hijo, ahora residente en Canadá. La conversación –discontinua, por dolorida- de Camila con su madre, Paloma Urzúa, añade la perspectiva de la izquierda chilena, para la que una vez Cuba –“baluarte de la gran utopía”-, fue recodo de estabilidad. La técnica utilizada por la realizadora para compartir escena con su madre –un espejo en el que ambas se reflejan mientras son captadas por la cámara-, tal vez apunta a la deuda de los más jóvenes con sus mayores y a la necesidad del diálogo intergeneracional.
Los individuos que nacieron en los 70 no fueron los protagonistas del periodo más intenso de cambios; ellos fueron los niños de los años en que el proyecto revolucionario daba aparentes señales de éxito. Principalmente gracias al subsidio de la economía por la otrora Unión Soviética y los países socialistas de Europa del Este, la Cuba de su infancia estaba embriagaba de un artificioso bienestar que parecía legitimar el esfuerzo de unos padres que entregaban los mejores años de su vida a la construcción de una nueva sociedad. En medio de tanto entusiasmo político, el esquema de valores que había proclamado el Che en El socialismo y el hombre en Cuba (1965) se había ido consagrando, no ya como el oficial y mayoritariamente aceptado, sino como el único por el que debía regirse -sin el más mínimo margen para la expresión de otros puntos de vista- la formación de las nuevas generaciones. Así fue estructurándose un modelo educativo blindado contra todo cuestionamiento que trascendía el entorno escolar y franqueaba la entrada de los hogares.
Los valores de patriotismo, colectivismo y espíritu de sacrificio que “los pioneros” aprendían en la escuela –en no escasa medida mal entendidos y llevados a absurdos extremos- conectaban con el ejemplo cotidiano de sus padres, que a la sazón renunciaban a sus aspiraciones personales en favor de un proyecto común que parecía haber superado la fase de promesas para sentar evidencia de sus “buenos resultados”. La etapa más intensa de la formación de la personalidad de los nacidos en los 70 coincidió con los años en que “la utopía revolucionaria” parecía realizarse; aquel intenso periodo en que “el sueño” –alucinante, aplastante- de una sociedad justa, igualitaria, alcanzó su punto culminante; no creer, no confiar, apenas dudar, habría sido nadar contra corriente.
El panorama empezó a cambiar a partir de 1989. Para 1991, ya las reservas se habían agotado y la declaración del Período Especial en Tiempo de Paz por Fidel Castro no fue sino la puesta de largo oficial de la profunda crisis económica –estructural, crónica y demoledora- que caracterizaría las décadas posteriores. Haber nacido en los 70 significa, entonces, haber vivido la plenitud del “sueño” durante la infancia, pero también haber despertado de él bruscamente en un momento entre los 10 y los 19 años. Como la ola que súbitamente se traga un castillo a la orilla de una playa soleada, la crisis fue engullendo el pasado, “se fue acabando la ilusión” y de esa enorme grieta entre infancia y adultez brotó un extraño coctel de nostalgia y desencanto: el haber comprendido –digerido, procesado- que el castillo de arena era un defectuoso edificio incapaz de resistir la subida de la marea no anula, por más conflictos subjetivos que cree la voluntad de situar ese “dulce” recuerdo en una reflexión crítica, la posibilidad de evocar al infante que un día estuvo a las puertas del castillo. En cambio, quienes al comienzo del Período Especial eran aún muy pequeños, apenas tuvieron tiempo para disfrutar de las migajas del “sueño”, ni para “procesar” la imagen del castillo; ellos sólo tendrán frente a sí los escombros de un pasado carentes de significado porque no habrán visto otra realidad que la de un país colmado por las ruinas, donde –así lo describe la voz en off de Camila- “Sólo quedan las consignas y las viejas estructuras de aquel sueño que entonces tenía sentido y que yo me creí”. Esos individuos más jóvenes –incluso los que son niños hoy-, continúan la rutina marcada por una maquinaria educativa cansada –actividades políticas, marchas conmemorativas y asambleas-, pero “nunca creyeron en aquella sociedad nueva”; las letras de los himnos que cantan y el Seremos como el Che por las mañanas vibran en los oídos sordos del presente en que ellos crecen. He ahí una diferencia clave entre el grupo que vivió completamente su infancia en ese periodo que Camila Guzmán denomina “los años dorados de la revolución” –sin duda una expresión controvertida que la propia secuencia del documental se encarga de matizar- y ese otro grupo de cubanos que ha crecido de lleno sumergido en la Cuba “de las dos monedas” y de las grandes decepciones; una Cuba en la que sobran las dificultades y escasean las expectativas.
Una hora y veinte minutos dura el viaje de ida y vuelta que propone El telón de azúcar entre el pasado y el presente de los cubanos que llegaron al mundo en los 70. Ellos, los que en el asfixiante verano de “balseros” y apagones de 1994 tenían entre 15 y 24 años –casi 1.200.000, según estadísticas oficiales (Domínguez García 73)- encarnan como ningún otro grupo la gran paradoja de la utopía cubana: habían sido educados con las más altas pretensiones y, sin embargo, fueron convocados a conformarse con el subproducto de una malograda cosecha. Ellos, que habían crecido creyendo que “todo era posible”, que iban a ser “cosmonautas, médicos, ingenieros, físicos, pintores, atletas…” se toparon con la adultez en pleno desconcierto y dos preguntas que les punzaron la garganta: ¿Pero no estábamos construyendo una sociedad mejor? ¿No éramos el hombre nuevo?
2. ¿Cómo recordar al “hombre nuevo” que no fue desde el hombre que se es hoy, desde el lugar en que hoy se está?
Con una técnica que ella misma ha asimilado a la faena de “cocinar frijoles negros” (Entrevista 2007), Camila Guzmán ensarta testimonios, videos, fotografías y dibujos infantiles en un montaje guiado por “la perspectiva personal (…) que determina y moldea el sentimiento de nostalgia y pérdida” (Llanos 26), pero que, al mismo tiempo, descansa en la “perspectiva coral” al compartir el protagonismo con un grupo de individuos de su generación que, ya de adultos, fueron encausando sus vidas de muy distintas maneras (Kabous 96). Un discurso autobiográfico, continuamente desplazado al plano de lo colectivo, constituye una traslúcida representación de los mecanismos de gestación del recuerdo –“uno no recuerda solo sino con la ayuda de los recuerdos de otros y con los códigos culturales, compartidos, aun cuando las memorias personales son únicas y singulares” (Jelin 20)- y la voz en off de la realizadora interviene tanto para explicitar su punto de vista mediante breves monólogos, como para interrogar y ayudar a recordar a once amigos de su generación –cinco que continúan viviendo en Cuba y seis que ya no residen en la isla-, quienes expresan frente a la cámara lo que para cada uno de ellos ha implicado –y todavía implica- ser cubano y haber crecido entre los 70 y 80.
El telón de azúcar convoca así a un ejercicio de memoria que pasa por la añoranza de una infancia feliz que lo que tuvo de especial no es en sí la felicidad –la alegría es, debe ser, una condición inherente a ese estado y su recuerdo-, sino el haber estado enclavada en “una nube”, en “un espejismo”, en “una cosa de otro planeta”. Para los individuos que participan en el documental, recordar la infancia es constatar la divergencia entre un antes y un después que ya no volverán a reencontrarse y es, también, el bálsamo que rehabilita una identidad subyugada por la “asfixiante” realidad de los problemas económicos, la ausencia de libertad de expresión, la división de las familias y la perdurable reducción del círculo de amigos. Recordar es el trámite cotidiano –imprescindible- de los que se van y también de los que se quedan. Recordar es querer encontrarse con el adulto que hoy se es, no importa el suelo que hoy se pise.
En coherencia con la lógica del proceso por el que esos individuos han ido esculpiendo –“madurando”- sus recuerdos, el montaje de Camila Guzmán opta por un lenguaje que parte de la evocación de la “felicidad” de la infancia y adquiere un tono cada vez más crítico para canalizar el “desencanto”. Así, la nostalgia que surca la propuesta de Guzmán parece ajustarse a la definición de “nostalgia reflexiva” sentada por Svetlana Boym; un tipo de nostalgia que, a diferencia de la “nostalgia restaurativa”, no se propone restituir “the lost home”, sino meditar sobre el paso del tiempo y sus efectos en el presente. En esta modalidad de nostalgia -muy presente en el panorama cultural contemporáneo de los países que una vez conformaron el bloque socialista del este europeo- “longing and critical thinking are not opposed to one another, as affective memories do not absolve one from compassion, judgment or critical reflection” (Boym 15). Desde este ángulo, El telón de azúcar traduce la gran brecha entre la Cuba de la infancia y la de los 2000 en un inventario formulado en pretérito imperfecto permeado por una mezcla de tristeza, humor e ironía y en el que cada ítem colisiona con un “ya nada es lo que era”, un “todo es diferente” o un “los tiempos han cambiado”.
Los buenos recuerdos de la niñez y la adolescencia -libres de preocupaciones, sin pensar en el dinero, cuando todo lo que se quería parecía posible- son evocados con sonrisas y entusiasmo; pero la ilusión del “paraíso” se desvanece frente a un paisaje atiborrado de despojos y vacíos. La algarabía de las vacaciones en Tarará, con su funicular y sus fiestas, se esfuma en el silencio de las instalaciones abandonadas y carcomidas por el tiempo. El sabor de “masarreales” y “marquesitas” y el cosquilleo en la yema de los dedos provocado por el refresco con gas disparado a presión en el recreo se pierde en el golpear de las cucharas contra el aluminio de las bandejas que portan los estudiantes de hoy, para quienes las meriendas escolares -“una por la mañana y otra por la tarde”- son parte de la crónica de una época lejana y desconocida. El entusiasmo se disipa en el hueco de una piscina sin agua y en la soledad de una sala del Museo de la Revolución donde habitan en su soledad las estatuas de Camilo y el Che y el traje del único cosmonauta cubano de la historia; los tres se rodean de silencio, esa aureola habitual de los que no dicen nada. La nostalgia se estrella en las paredes rotas de la casona del Vedado donde los integrantes del grupo Habana Abierta recuerdan sus comienzos; el recuerdo del pasado se estrella en la puerta de un aula del desvencijado preuniversitario que, como quien clausura una etapa de su vida -tal vez para ponerla a salvo-, cierra la mano de Camila.
Las mellas del exilio emergen en la seriedad de los rostros, en la mueca de las sonrisas que combaten la humedad de las miradas, en los suspiros que preceden las historias sobre padres, hermanos y amigos que se han ido. Los números pesan tanto en la cuenta de la emigración que todos padecen la intemperie –esa extraña combinación de pérdida, desamparo y provisionalidad- tradicional compañera de las diásporas.[i] Esas mellas se encarnan en la misma Camila que vuelve para hacer su documental, en la amiga que graba su testimonio en Miami, en las canciones del grupo Habana Abierta que vuelve a tocar en la isla 10 años después de partir; en la contundencia de 22 nombres y diversos destinos en retahíla que recita el amigo recién llegado de Canadá; en la lista reanudada por la voz de Camila. Pero el exilio también está dentro de Cuba: en la desesperanza de la amiga que desea irse y no puede; en la resolución del amigo que opta por quedarse, entre otras razones, porque si se va –dice él- “quien se va a quedar”; en la desolación de un parque infantil en el que faltan los niños.
3. La memoria sin complejos: otra generación, otro discurso, otra identidad
Quien alguna vez se ha visto en la tesitura de contestar lo siguiente a un interlocutor mejor o peor informado: ¿cómo fue ser niño en la Cuba de la plena efervescencia de la utopía?, es muy probable que se haya interrogado a sí mismo antes de proporcionar cualquier respuesta. ¿Cómo explicar que se ha tenido una niñez feliz desde un presente que a cada paso revela ser un pésimo engendro del pasado? ¿Cómo evocar la felicidad de la infancia y expresar el desencanto sorteando la trampa de las posturas extremas? ¿Cómo conseguir el equilibrio entre nostalgia y crítica sin perder la coherencia discursiva? El individuo que ha notado cómo se enredan sus recuerdos en la espesura ética y emocional de esta encrucijada es muy probable que pueda dialogar en un plano más intimista con la propuesta de Camila Guzmán.
Hay ciertas imágenes superpuestas, gestos suspendidos, frases entrecortadas, silencios que irrumpen en el ruido que yo me atrevería a definir como “ingredientes magnéticos” de El telón de azúcar. Miradas que se agachan y carcajadas nerviosas, un “con todas las cosas de siempre…” como preámbulo de la declaración de que se ha sido feliz, un comentario aparentemente trivial sobre “croquetas empanizadas sin pan”, una mano que pacientemente escoge el arroz, una abuela sentada frente a la nieta, la secuencia de una verbos reflexivos en tercera persona del plural –“nos adaptamos”, “nos acostumbramos”, “nos resignamos”- que se adhieren al oído, las noticias de Radio Reloj al comienzo de los créditos-; todo está cargado de códigos sentimentales que posibilitan que el espectador de la misma generación vea lo que no se exhibe, escuche lo que no se dice y entienda lo que no se explica. El potencial mediador –conciliador- de la propuesta de Guzmán también hay que buscarlo en esas sutilezas que guían al espectador por los recovecos del montaje; que lo involucran en un viaje sensorial en complicidad con sus semejantes. A lo largo de ese itinerario podrán irrumpir ciertas discrepancias –siempre podrá surgir un “yo lo hubiera dicho de otra manera”-, pero lo más seguro es que, como si se tratase de una transfusión entre grupos sanguíneos compatibles, el diálogo intrageneracional se desinhiba y pueda fluir sin conflictos insalvables.
Como todo lo que se produce sobre Cuba, El telón de azúcar ha suscitado muy variadas opiniones. Camila Guzmán reconoce haber encontrado “el regalo más bonito” en las muchas expresiones de gratitud de cubanos y no cubanos que comparten su punto de vista, pero también se ha referido a algunas declaraciones muy críticas. Aunque más de una vez la realizadora ha insistido en el carácter autobiográfico y subjetivo de su documental -“Yo hablo de mi experiencia. Ése es el punto de partida. Nunca tuve la intención de hacer un documento histórico ni una película política, ni un balance de nada…” (Entrevista 2007)-, quienes lo critican argumentan que el montaje no consigue incorporar -o intencionalmente opta por “recortar” y/o evadir- el contexto histórico evitando escarbar en las causas de la situación que ha querido retratar. De este modo, en dependencia del lente ideológico con que lo miran, unos echan de menos datos contundentes sobre la cara oscura del proceso revolucionario cubano, mientras otros lamentan la muy somera o ninguna mención a aspectos como la postura del gobierno de los Estados Unidos hacia Cuba y los contrastes entre los logros sociales de la revolución y la realidad latinoamericana.[ii]
Ciertamente, la propuesta de Guzmán no hace referencia explícita a lo que hay de más sombrío en la “crónica negra” del régimen cubano, pero varios testimonios se encargan de poner las notas amargas en los dulces recuerdos de la infancia. Mientras un amigo apunta al absurdo rigor de ciertas normas de disciplina en la escuela –“te ponían reportes por cualquier cosa”-, uno de los integrantes de Habana Abierta comenta que “nos enseñaban a delatar (…) y delatar no es bueno bajo ninguna ideología” y, en diálogo con la voz en off de la realizadora, intenta reconstruir el lúgubre concepto de “autocrítica” materializado en las periódicas reuniones donde “tenías que echarte todo encima, era como autoflagelarse, era muy feo, muy feo”. Un tercer amigo, se ocupa de individualizar su experiencia alertando sobre la existencia de otras muy distintas a la suya: “Habrá quien tenga otros recuerdos, habrá quien habrá sido represaliado, porque hay muchísimos, por pensar diferente…” La perspectiva crítica de Camila Guzmán se expresa una veces más directas que otras a través de sus monólogos y sus comentarios sobre algunas imágenes y recortes de prensa. Así, su aclaración sobre las clases de preparación militar –“la verdad es que yo no tengo ningún recuerdo de haberme sentido en peligro”-, la puntualización sobre el momento en que empezó a “chocar con el sistema”, “los trabajos voluntarios obligatorios” y “la falta de tolerancia”, se completan con algunos pormenores sobre el año 1989: la declaración de no haber comprendido nada sobre la visita de Gorbachov, la alusión al encubrimiento –distorsión- por los medios oficiales de la noticia sobre la caída del Muro de Berlín –“esas imágenes las vi muchos años después”-, y la visualización de la larga lista de nombres de cubanos muertos en misiones internacionalistas –“era la primera vez que se publicaba”- dejan al descubierto la herida sangrante de la censura y de la falta de libertades en la isla. Las imágenes y testimonios de un presente ruinoso del que la gente no para de emigrar, arman un cuadro de rotundas evidencias que no requieren mayores comentarios.
Por otra parte, la alusión a las tensiones con el gobierno de los Estados Unidos se ciñe a una única mención del “embargo”-que no “bloqueo”, como insisten en precisar las autoridades de la isla- en medio de una frase larga. Al pasar de puntillas sobre este tema, dando en la exposición de las causas de la disociación entre pasado y presente absoluta prioridad a la dependencia económica de la Unión Soviética y a la disolución de esos nexos comerciales, El telón de azúcar se aparta del eje por excelencia –razón que todo lo justifica- del tradicional discurso oficial. De este modo, el montaje se hace eco del sentimiento de hastío que ese discurso ha venido produciendo en una generación que no está dispuesta a digerir sin cuestionarse –mucho menos a reproducir-, las mismas alocuciones de siempre mecánicamente vertidas en tribunas trasnochadas y mesas redondas en televisión.
Desde mi punto de vista, el montaje de Camila Guzmán no responde a la intención de quedar bien con Dios y con el Diablo, sino a la voluntad de rodear los discursos tendientes al extremo para encontrar un espacio donde “otra” reflexión sea posible; un terreno en el que pueda germinar el discurso de su generación; un discurso que no encuentra el más mínimo acomodo en ninguna de las laderas del abismo entre épicas de paraísos e infiernos idealizados. La propuesta de Guzmán se inscribe así en el contexto de una narrativa producida por y para un grupo de adultos maduros -aún jóvenes- que promueve la reconstrucción de una memoria crítica y poblada de matices en la que por fin puedan encontrarse representadas cada una de las subjetividades que anidaron en aquella infancia “especial” de la que no emergió el “hombre nuevo” pero sí una generación “diferente”.
No es casual que sea precisamente la generación el marco referencial que da cobijo a relevantes iniciativas que, dentro y fuera de Cuba han venido cultivando nuevas líneas discursivas desde el ámbito del periodismo, la literatura, el cine, la música, la fotografía y las artes en general. Pienso, por ejemplo, en Generación Y, el blog que Yaoni Sánchez inauguró en 2007 inspirado –según la misma autora lo define- “en gente como yo con nombres que comienzan o contienen una ´y griega´. Nacidos en la Cuba de los años 70s y los 80s, marcados por las escuelas al campo, los muñequitos rusos, las salidas ilegales y la frustración”.[1] Sin duda es éste un caso paradigmático en el contexto de esas narrativas que abren nuevos frentes de crítica, la reactualización del pasado entre uno de ellos; pero podrían mencionarse otros ejemplos, entre los que sobresalen recientes producciones cinematográficas, como El edificio de los chilenos (2010), un documental de Macarena Agiló que ofrece una mirada personal y desmitificadora sobre el “Proyecto Hogares”, por el que a principios de los años 80 un grupo de niños, hijos de militantes del MIR –Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile-, quedaron en Cuba al cuidado de “padres sociales”, una vez que sus padres biológicos decidieron regresar clandestinamente al Cono Sur para continuar la lucha por la utopía (Vidaurrázaga, “Los niños(as) de la revolución en El edificio de los chilenos”). Otro caso es el cortometraje Camionero (2012), dirigido por Sebastián Miló, que mediante una aguda crítica a las “escuelas al campo” –por fin suprimidas en 2009-, pone de relieve la acritud de uno de los componentes de más largo recorrido en el modelo educativo cubano (Sierra, “Camionero: violencia y pedagogía revolucionaria”).
Mediante una técnica de montaje que parte de la nostalgia e incorpora la evocación de sensaciones para representar brechas y contrastes -entre el pasado y el presente, entre el grupo generacional protagonista y otras generaciones, entre quienes permanecen en Cuba y quienes ya no viven en la isla- la propuesta de Camila Guzmán se inserta en ese gran collage de una narrativa de carácter profundamente generacional que impugna –abiertamente y/o por medio de la omisión- el discurso oficial y estimula al público a cavar sus propias galerías para conectar la memoria individual con la memoria colectiva.
El telón de azúcar es, en síntesis, un documental basado en evidencias que pone de relieve los aprietos del corazón que operan en la formulación del recuerdo de esos cubanos que crecieron en unos años en los que la individualidad apenas tenía opciones para romper el cerco del colectivo. Haber sido pionero entre los 70 y los 80 -“eras pionero o eras pionero”, como asevera un amigo de Camila- significa, por añadidura, haber sido otro eslabón en la cadena de rutinas compartidas y experimentar luego el desconcierto del Periodo Especial, la frustración, el desencanto, las rupturas del exilio –querer y no poder emigrar o tomar la decisión de quedarse-; esas son las fases generales de un itinerario de vida “especial” que desemboca en una “manera distinta” de reflexionar sobre el pasado; un ejercicio de memoria que dinamiza una identidad generacional que está en constante evolución.
Bibliografía
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Russo, Pablo. El telón de azúcar: http://www.lafuga.cl/articulos/el_telon_de_azucar/ (Última consulta: 05-04-2013).
Sierra, Abel. “Camionero: violencia y pedagogía revolucionaria”. Diario de Cuba (Marzo 2009): http://www.diariodecuba.com/cultura/1364597897_2456.html
Vidaurrázaga, Tamara. “Los niños(as) de la revolución en El edificio de los chilenos”. Sociedad & Equidad. No 4 (Chile, 2012): 153-163.
[1] Véase en: http://www.desdecuba.com/generaciony/ (Última consulta: 15-04-2013)
[ii] Véase, por ejemplo, la crítica de Pablo Russo en: http://www.lafuga.cl/articulos/el_telon_de_azucar/ (Última consulta: 05-04-2013.