Escenas del orden social

Escenas del orden social en los cuadros de costumbres de José Milla: un análisis de las relaciones entre visión y representación en Centroamérica

Patricia Arroyo Calderón[*]

[dropcap color=”” boxed=”no” boxed_radius=”8px” class=”” id=””]E[/dropcap]n este trabajo quiero explorar una dimensión de la cultura visual del siglo XIX a la que por ahora no se ha prestado demasiada atención en los estudios latinoamericanos: la presencia de abundantes elementos relacionados con la visión y la visualidad en los textos encuadrados bajo la etiqueta del “realismo” y el “costumbrismo”.

Para ello, analizaré la relación entre conocimiento y visión que se propone en la literatura costumbrista de la segunda mitad del siglo XIX a partir de la lectura de varios cuadros de costumbres del escritor centroamericano José Milla y Vidaurre. Dicho autor guatemalteco fue uno de los escritores de mayor renombre en la Centroamérica del período. A pesar de haber transitado múltiples géneros ensayísticos y literarios (fue el autor de una Historia de Centroamérica en dos tomos; fue redactor de “La Gaceta” ―el primer periódico― de Guatemala; escribió libros de viajes; libros de memorias, etc.), la fama le alcanzó por sus novelas históricas ambientadas en época colonial, como La hija del adelantado (1866) o Memorias de un abogado (1876) y, sobre todo, por su prolífica actividad como articulista de costumbres.

En los últimos años, el campo de los estudios visuales en América Latina ha sufrido un fuerte impulso, en especial en lo que respecta al creciente número de volúmenes dedicados a explorar la relación entre la emergencia de nuevas tecnologías visuales como, por ejemplo, la fotografía y el establecimiento de nuevas “prácticas de ver” (como los museos, las exhibiciones, las ferias industriales e, incluso, los escaparates de las primeras galerías comerciales o los grandes almacenes).[i] Lo que todos ellos señalan es el hecho de que a lo largo del siglo XIX ―y de manera acelerada durante la segunda mitad de dicho siglo― el sentido de la vista y la “visión” adquieren primacía como la forma privilegiada de conocimiento del mundo; en otras palabras, por distintas vías y gracias a diferentes mecanismos, se va produciendo progresivamente una equiparación entre “visión” y “conocimiento”. No obstante, como bien señalan Jens Andermann y Beatriz González-Stephan, la conformación del campo de visión decimonónico en América Latina no va a ser ni “natural” ni, mucho menos, “neutra”. Para estos autores, el proceso de entrada en la modernidad del continente habría coincidido con la institución de un “complejo exhibicionario” (15) ―un término que toman prestado del especialista en Museum Studies Tony Bennet― adentro del cual se habrían gestado tanto las subjetividades latinoamericanas modernas como “el orden” de la modernidad mismo.

La forja de estas subjetividades modernas habría consistido, básicamente, en el extendido proceso de entrenamiento de un nuevo tipo de observador constituido como distante, soberano, sujeto separado del objeto observado, capaz de lograr una “visión del conjunto” del “mundo como ‘orden de cosas’” (Andermann y González-Stephan 9). Por otro lado, siguiendo el hilo de este mismo argumento, la articulación de este “complejo exhibicionario” podría ser leída también como una de las formas en las que en este período se produjo la simbolización e institucionalización de “lo social” ―en tanto magma informe, heterogéneo e indeterminado―, imaginado, cristalizado y representado en forma de “sociedad”; es decir, como entidad discreta, ordenada, inteligible, autónoma y, en última instancia, soberana. En palabras de Andermann y González-Stephan, “la exposición […] más allá del lugar físico [fue] una nueva manera de mirar y de nombrar, una voluntad de ‘puesta en listado de lo real’ […] compartida por la arquitectura pública y comercial, la narración realista o naturalista y las nuevas formas de pensamiento ‘positivo’” (11). No obstante, a pesar de que la “narración realista o naturalista” aparece en el listado de elementos que contribuyeron a la conformación de estas “galerías [visuales] del progreso”, hasta el momento aún es difícil encontrar intentos por incorporar el análisis de ciertos géneros literarios propios del período en cuestión a este reciente impulso por estudiar los nuevos mecanismos de disciplinamiento visual orquestados por los estados modernizadores latinoamericanos.[ii]

En términos generales, el costumbrismo latinoamericano ha recibido poca atención por parte de la crítica ―al contrario que, por ejemplo, la versión española de este mismo género, para la cual existen abundantes estudios, tanto clásicos como recientes― que, si bien reconoce que “la popularidad por las formas, más livianas, del viejo costumbrismo no decrece y aún se renuevan, como lo demuestra la popularidad de Ricardo Palma, Fray Mocho y Roberto J. Payró” (Oviedo 765), lo considera un género menor y ya algo caduco hacia finales del siglo XIX.[iii]

No obstante, en los últimos tiempos el interés por el género costumbrista parece estar resurgiendo (especialmente en el contexto de los estudios sobre el siglo XIX mexicano). Por un lado, podemos encontrar una serie de publicaciones que, generalmente desde el campo de la historia del arte y los estudios visuales, ofrecen diferentes vetas para el análisis del costumbrismo pictórico. Algunas de ellas abordan el problema de su continuidad (o discontinuidad) con la “pintura de castas” propia del período colonial; otras indagan en el impacto que tuvieron las nuevas tecnologías de reproducción de imágenes en la difusión de representaciones de los nuevos “tipos” sociales; por fin, otras analizan los contenidos específicos de dichas representaciones y su relación con la construcción de un imaginario nacional, o los desplazamientos sufridos en las categorías de representación socio-raciales (Velázquez Guadarrama; Pérez Salas). Por otro lado ―y estos son las que más me interesan aquí―, recientemente han aparecido (o han sido presentados) una serie de trabajos que ofrecen un análisis del costumbrismoliterario como un género caracterizado por una amplia presencia de lo visual (Giannandrea; Moriuchi; y García-Blizzard, cuyo trabajo aparece en este mismo dossier). Y, no obstante, los aspectos visuales que todos ellos destacan tienen que ver con la estrecha relación existente entre texto e imagen en diversas publicaciones de la época. Mientras que Moriuchi y García-Blizzard analizan en detalle las interrelaciones que se producen entre textos e imágenes litográficas en el bien conocido volumen titulado Los mexicanos pintados por sí mismos, publicado en 1854, Giannandrea se propone “asociar y comparar los cuadros de costumbres con las manifestaciones pictóricas de la época en litografías, grabados, dibujos, acuarelas u óleos con el fin de señalar el proceso ecfrástico (representación verbal de lo visual)” (5). Estos enfoques, si bien aportan un soplo de aire fresco al campo de los estudios sobre costumbrismo, al privilegiar el análisis de formatos intermediales (cuadros de costumbres acompañados de litografías) y enfatizar la aproximación “comparativa” al costumbrismo (pintura y literatura), siguen reproduciendo la dicotomía que opone texto e imagen y limita los análisis específicamente visuales a este segundo elemento de la ecuación.[iv]

Algo similar ocurre con el intento de Paulette Silva Beauregard por insertar las revistas ilustradas en la plétora de nuevos elementos que coadyuvaron a la conformación del “complejo exhibicionario” latinoamericano. En su estudio sobre las revistas ilustradas publicadas en Venezuela a finales del siglo XIX, esta autora afirma que ese tipo de publicaciones supusieron “un novedoso tipo de impreso que permite repensar las complejas relaciones entre letras e imagen” (373). Para esta autora, no obstante, el interés que reviste el estudio de este tipo de géneros intermediales ―en los que, como ella menciona, la tensión entre narración y representación visual se “incorpora en sus páginas mismas” (373), en las que conviven textos, grabados, litografías y fotografías― reside en su capacidad de interrogar algunos de los paradigmas interpretativos que aún siguen ejerciendo cierto grado de hegemonía en los estudios culturales latinoamericanos. En concreto, Silva Beauregard aspira a superar las limitaciones que el modelo de “la ciudad letrada” articulado originalmente por Ángel Rama impone aún sobre los trabajos que analizan los procesos de producción cultural en el espacio latinoamericano tanto para el período colonial como para la época republicana. Si bien esta autora no pretende desmentir que “la letra […] tuviera un papel central en la cultura que muchos estudiosos le asignan (como Rama o Ramos)”, lo que desea señalar es que “ésa fue también una época en la que la imagen visual ―a través de los dioramas, panoramas, daguerrotipos o fotografías, para nombrar sólo algunas de las novedosas tecnologías visuales― cobró especial relevancia” (375). Lo que me interesa poner en cuestión del argumento de Silva Beauregard ―y de paso, cuestionar del espectro de estudios visuales latinoamericanos, que mayoritariamente limitan su campo de acción al análisis de fenómenos estrictamente relacionados con la imagen[v]― es el hecho de que reproduce la asunción de que texto e imagen son dos entidades esencialmente diferenciadas (a pesar de convivir “en la misma página”), que deben ser abordadas desde paradigmas, por tanto, distintos. Así, mientras que el análisis de “la letra” podría ser efectuado en el marco de modelos interpretativos con larga trayectoria en el campo de los estudios culturales latinoamericanos (con la explícita mención de Rama y Ramos), el estudio de “las imágenes visuales” (375) debería caer, necesariamente, dentro de la esfera de disciplinas más recientes, como los estudios de cultura visual.

Y, sin embargo, hacia finales del siglo XIX proliferó al menos un género (no intermedial[vi]) que contradice la lógica que establece una separación entre texto e imagen: el cuadro de costumbres.[vii] Como señala Beatrice Giannandrea, la lógica del cuadro costumbrista descansa en el proceso ecfrástico. Es este proceso de “representación verbal de lo visual” (5) el que me interesa analizar en los artículos costumbristas de José Milla.

Lo que propongo en este trabajo es que la lógica de los cuadros de costumbres de Milla ―y, por extensión, la de los cuadros de costumbres del período― reposa precisamente en el establecimiento de una analogía entre observación objetiva y conocimiento de la sociedad. A partir de la exploración de dicha premisa, argumentaré que la literatura realista y costumbrista del período ha de ser incorporada, efectivamente, a la plétora de dispositivos culturales que contribuyeron a la conformación de un “complejo exhibicionario” decimonónico y, por tanto, recibir un espacio en el campo de los estudios sobre cultura visual en América Latina.[viii]

El escritor costumbrista ―Milla, en este caso, aunque sin duda gran parte de las afirmaciones que haré en las próximas líneas serían aplicables a otros autores que se autoproclamaron observadores de una sociedad en pleno proceso de cambio, como Alberto Blest Gana o Ricardo Palma, entre otros― logra posicionarse en el lugar de observador objetivo y distanciado de las escenas sociales que recrea (su “objeto de estudio”[ix]) al menos en tres formas diferentes: equiparando su actividad con la del científico; con la del pintor; y, por último, con la del fotógrafo. Según William Berg, quien ha estudiado la abrumadora presencia de lo visual en las novelas de Émile Zola, el establecimiento de un punto privilegiado de observación (“viewpoint”) habría sido una de las “several key areas in which vision exerts an impact on the novel” (2). Quizá sea el cuadro “La feria de Jocotenango” donde José Milla expresa de manera más clara cuál es la relación del escritor costumbrista con la visión como modo privilegiado de conocimiento. Justo al inicio de dicho artículo podemos leer lo siguiente:

Armado con mi espíritu de observación como un instrumento cortante, fui a reunir los materiales para este articulejo; o hablando con más exactitud, fui a tomar una fotografía de la feria. Si ella aparece desordenada, confusa e ininteligible, podrá ser, o efecto de torpeza del fotografista, o, por el contrario, demasiada fidelidad del cuadro. Si es lo primero, yo tendré la culpa, si lo segundo, la tendré también, por haber escogido ese punto como objeto del bosquejo. (92; las negritas son mías) 

Como podemos ver, en este pasaje Milla alterna su autorrepresentación como pintor con una representación de sí mismo en calidad de fotógrafo.[x] La visión supuestamente más “objetiva” ―tecnológica, despersonalizada― de la cámara fotográfica no aparece aquí, sin embargo, con una fidelidad intrínsecamente superior a la de la perspectiva subjetiva del dibujante o pintor. ¿Un síntoma, quizá, del conocido conservadurismo del escritor centroamericano, que le habría llevado a desdeñar la capacidad de innovación en el campo de la representación de uno de los adelantos tecnológicos cruciales del período –la fotografía-, considerado tantas veces como síntoma de esa modernidad a la que los “autores conservadores” tan activamente se oponían?[xi] Independientemente de que esta sea la interpretación correcta de la alternancia entre dibujo y fotografía en este pasaje, lo que me interesa señalar es que las analogías que emplea Milla para describir su labor como articulista lo alejan de la actividad de creación literaria, mientras que lo colocan en la posición de simple “observador”. Así, en su artículo “Los monopolios. – Proyecto para la creación de una nueva renta”, mencionará:

Desde que […] cedí a la tentación de convertirme en escritor o descriptor (mejor dicho) de costumbres […] son tantos los asuntos en que se me ocurre poder ejercitar últimamente el oficio […]. [H]e aquí que me encuentro comenzando nada menos que un estudio de Economía política […]. Este no es, pues, artículo de costumbres; es un artículo de Economía política. (28; las negritas son mías)

Aquí lo que percibimos es el salto cualitativo que Milla otorga al acto de “describir” neutramente lo observado frente al acto de “escribir” (crear, recrear); un salto que lo saca del campo de la producción artística para situarlo en el de la producción “científica”[xii] ―y nada menos que en el ámbito de la muy respetable y socialmente útil disciplina de la economía política.

Pero, ¿qué es lo que mira este distanciado y objetivo observador? La amplia producción de Pepe Milla en este género específico se compone de artículos de costumbres que dan cuenta de eventos sociales (como las ferias; los bailes; las tertulias; la asistencia al teatro, a las corridas de toros y a otras diversiones tanto de las clases populares como de las capas medias urbanas y las élites oligárquicas de Guatemala[xiii]); que identifican y describen los llamados “tipos nacionales” y “centroamericanos” (“Las criadas”; “El lana”; “El cucuxque”; “El guanaco”, etc.); artículos que explican dichos y tradiciones populares;[xiv] y, por último, textos satíricos que ridiculizan a diestra y siniestra tanto las viejas supersticiones como el último grito de las nuevas modas.[xv] En ese sentido, su labor como escritor cae por completo en el marco de lo que se esperaba ―y la crítica espera― de un autor costumbrista. Mi intención no es justificar la originalidad de Milla sino precisamente lo contrario, incidir en lo prototípico de su propuesta literaria con el objeto de volver a insistir en la productividad de inscribir este tipo de literatura, el “costumbrismo”, en el marco del “complejo exhibicionario” analizado por Andermann y González-Stephan.

Si lo analizamos desde esta perspectiva, el cuadro de costumbres (junto al museo antropológico, el archivo, la fotografía de tipos sociales, etc.) habría sido uno más ―y no precisamente uno de los menos importantes― de los mecanismos destinados a reorganizar el caos informe y la heterogeneidad intrínseca de “lo social” a partir del acto de poder de una visualidad omniabarcadora, omnisciente y ordenadora, capaz de convertir la “desordenada, confusa e ininteligible”realidad en una representación estática e inteligible de la sociedad. En este sentido, la habitual tendencia de los autores costumbristas a establecer analogías entre su propia labor y la de los pintores, fotógrafos o científicos con “espíritu positivo” iría, en mi opinión, más allá de lo meramente retórico y evidenciaría cómo los practicantes de este género asumieron que la legitimidad del costumbrismo se derivaba directamente del correcto ejercicio del sentido de la vista; en otras palabras, de su inscripción entre las “nuevas maneras de mirar” (Andermann y González-Stephan 11) propias de la modernidad latinoamericana.

Si este es el caso, quizá no debamos hacer entonces caso a la aparente ligereza con la que Milla describe su labor como escritor. En diversos cuadros, el autor guatemalteco se describe a sí mismo como una suerte de flâneur chapín, curioso, detallista y semi desocupado; siempre en busca de “peculiaridades” que logren captar su atención y su pluma. Como explica en “Las presentaciones: Quién soy yo y por qué me doy a escritor de costumbres”, su vocación de “descriptor” de la sociedad que le ha tocado vivir es meramente casual y básicamente fruto de una situación económica lo suficientemente solvente para liberarlo de la carga del trabajo, combinada con una buena dosis de aburrimiento:

Heme aquí, pues, viviendo de mis rentas y habiendo alcanzado en esta vida ese Summum bonum quo tendimus omnes, de que habla Lucrecio. En esta situación, ¿qué hacer? ¿Cómo emplear útilmente mi tiempo? […] anoche tuve una subitánea inspiración, y en vez de darme al demonio, como estaba ya a punto de hacerlo, resolví darme al público, que bien considerado, es una misma cosa (21).

Lo relativamente anecdótico de su decisión profesional contrasta con la preocupación por la potencial utilidad de su labor, un tema recurrente en los cuadros de este autor. En diversas instancias, Milla ―que como ya he mencionado previamente, combinó su labor literaria con su trabajo como funcionario público― utiliza la posición de observador privilegiado de la sociedad con el objeto de serle de provecho, colocando la profesión de periodista profesional entre nuevas ocupaciones útiles y productivas para el progreso de la nación. Así, en su artículo “Las presentaciones”, Milla explica:

En fin, deseando echarme por una senda poco trillada entre nosotros, determiné escribir sobre costumbres […] [para] contribuir, siquiera en mínima parte, a la mejora de nuestras costumbres y matar el tiempo, cosa que en otras partes vale mucho y de la cual por acá no sabemos cómo deshacernos. (22)

A pesar de que él mismo no está del todo seguro de que Guatemala esté preparada para apreciar una labor progresista y civilizadora como la suya, en “El zajorín” continúa lamentándose de la siguiente manera:

[…] vaya Ud., lector piadoso, y quémese las pestañas sobre los libros, o gobierne bien a los pueblos, o gane batallas a riesgo de su pellejo, o descubra una cosa útil a las artes, o publique un tomo de Economía política, o escriba cuadros de costumbres… con la grata perspectiva de que dentro de pocos años no sabrán su nombre los mismos a quienes se arrullará en la cama con cuentos de una zajorina […] (165),

mientras que en su artículo “Visita al cementerio” constatará con cierta decepción que “la gente no se corrige con artículos de diarios, cuya verdad no nos impedirá a los periodistas seguir censurando las costumbres, ni a éstas el continuar su camino, sin hacer maldito el caso de los periodistas” (149).

Y, no obstante el aparente desdén del público lector hacia la labor del escritor de costumbres, la actividad de éste como observador de la sociedad no cesaría fácilmente.[xvi] Como le instaba “un amigo” a José Milla en una conversación ―no sabemos si real o ficticia― reproducida en el artículo titulado “Las criadas”, “habiendo pasado revista a diferentes tipos de nuestra sociedad alta media y baja en los cuarenta y tantos cuadros que llevas publicados” (173) no debería en ningún caso abandonar su labor exhaustiva de representación de lo social, por lo cual le advierte que no debes omitir, a menos de dejar un vacío notable en esa galería, la pintura de un carácter esencial e indispensable para que, andando el tiempo, pueda formarse una idea exacta de esa nuestra presente situación social. Las criadas forman una clase que ha experimentado, tanto como las demás del país y acaso más que algunas otras, la influencia de las ideas y tendencias de la época; y en tal concepto, ese tipo cae plenamente bajo la jurisdicción del articulista de costumbres. (173)

No me interesa especialmente analizar si las observaciones de Milla acerca de la sociedad centroamericana de su época fueron certeras, o si podemos considerar sus cuadros como buenas o fieles ilustraciones de los cambios bruscos sufridos por sociedades en pleno proceso de transformación económica, política y social ―que es como habitualmente se han abordado las producciones de este género―. Lo que sí quiero destacar es la compulsión[xvii] por la representación de “tipos” sociales en una forma lo suficientemente exhaustiva como para proporcionar una galería de representaciones completa, capaz de ofrecer al lector una imagen congelada de la sociedad centroamericana en un momento crucial de su tránsito hacia el progreso. Como ha señalado Nancy Armstrong en su estudio sobre la literatura realista del período victoriano, “‘the image’―or, more accurately, a differential system thereof―supplanted writing as the grounding of fiction. Visual culture supplied the social classifications that novelists had to confirm, adjust, criticize, or update if they wished to hold the readership’s attention” (3). Y, sin embargo, esta autora no trata de argumentar el ocaso de la importancia de la literatura en favor de las artes visuales, sino bien al contrario, establecer la inseparable relación que se estableció entre representaciones escritas y representaciones visuales de lo social durante la segunda mitad del siglo XIX:

I will insist that the kind of visual description we associate with literary realism refers not to things, but to visual representations of things, representations that fiction helped to establish as identical to real things and people before readers actually began to look that way to one another and live within such stereotypes. It is the referent common to both Victorian fiction and photography that I mean by the term ‘image’ […].

[T]his mutually authorizing relationship between fiction and photography was so obvious to Victorian readers […] I will argue that such images are and have told us what is real for more than a century now. (3, 5).

Si, como propone Armstrong, la literatura desempeñó un rol fundamental en la emergencia de un “nuevo orden visual” o “régimen de imágenes” que ofrecía a los lectores/espectadores la posibilidad de acceder a la realidad social de manera no mediada a partir del “correcto” ejercicio del sentido de la vista, entonces resulta imprescindible también incorporar las narrativas visuales ―como el costumbrismo― que proliferaron en la segunda mitad del siglo XIX al estudio de los procesos de conformación del “complejo exhibicionario” latinoamericano.

Los artículos de costumbres, como los de José Milla aquí analizados, tuvieron como efecto principal generar una representación inteligible (visual) de “la sociedad”, extrayendo del magma ininteligible de “lo social” sus diferentes partes agregadas (“tipos” y grupos sociales) para componer imágenes articuladas de “orden” y, a menudo, “desorden” social presentadas como resultado de la observación distanciada y objetiva del descriptor/escritor. No es este el lugar en el que estudiaré los contenidos específicos de dichos cuadros; pero sí creo necesario el proyecto de analizar este efecto de realidad generado por la literatura costumbrista, gracias al establecimiento de una equivalencia entre visión y conocimiento ―y, por lo tanto, entre escritura costumbrista y registro objetivo de la desigualdad social― como un gesto político encaminado a intervenir en la creación y consolidación de categorías y clasificaciones sociales, así como de imaginarios de orden y desorden social que contribuirían activamente a la institucionalización de modelos excluyentes de ciudadanía en América Central.

 

Obras citadas

Albizúrez Palma, Francisco y Catalina Barrios y Barrios. Historia de la literatura guatemalteca. Vol. I. Guatemala: Editorial Universitaria de la Universidad de San Carlos de Guatemala, 1993.

Andermann, Jens. The Optics of the State: Visuality and Power in Argentina and Brazil. Pittsburgh: Pittsburgh University Press, 2007.

Armstrong, Nancy. Fiction in the Age of Photography. The Legacy of British Realism. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999.

Berg, William J. The Visual Novel. Émile Zola and the Art of His Times. University Park: The Pennsylvania State University, 1992.

García-Blizzard, Mónica. “La nacionalización y ambigüedad racial de lo popular en Los mexicanos pintados por sí mismos (1854)”. La BloGoteca de Babel 5 (2014).<http://blogs.bgsu.edu/blogotecababel/>

Giannandrea, Beatrice. Literatura y pintura en el costumbrismo argentino, siglo XIX. Écfrasis. Saarbrücken: VDM Verlag Dr. Müller, 2009.

González-Stephan, Beatriz y Jens Andermann. “Introducción”. Galerías del progreso: museos, exposiciones y cultura visual en América Latina. Beatriz González-Stephan y Jens Andermann, eds. Rosario: Beatriz Viterbo, 2006. 7-25.

Milla y Vidaurre, José. Cuadros de costumbres guatemaltecas [1861-1871]. Guatemala: Piedrasanta, 2003.

—. Memorias de un abogado. [1876]. Guatemala: Piedrasanta, 2003.

Moriuchi, Mey-Yen. “From ‘Les types populaires’ to ‘Los tipos populares’: Nineteenth-Century Mexican Costumbrismo”. Nineteenth-Century Art Worldwide: A Journal of Nineteenth-Century Visual Culture 12:1 (2013): 1-23.

Oviedo, José Miguel. “La prosa costumbrista y el cuento de fin de siglo”. Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica. Vol. I. Saúl Yurkiévich y Darío Puccini, eds. México: Fondo de Cultura Económica, 2010. 763-785.

Pérez Salas, María Esther. Costumbrismo y litografía en México: un nuevo modo de ver. México DF: UNAM, 2005.

Silva Beauregard, Paulette. “Un lugar para exhibir, clasificar y coleccionar: la revista ilustrada como una galería del progreso”. Galerías del progreso: museos, exposiciones y cultura visual en América Latina. Rosario: Beatriz Viterbo, 2006. 373-406.

Velázquez Guadarrama, Angélica. “Clase y género en la pintura costumbrista. Hacia otra historia del arte en México. Esther Azevedo, ed. México DF: Conaculta, 2001. 137-158.

Notas:

[*] Estudiante del doctorado en literatura y estudios culturales latinoamericanos y Graduate Teaching Associate del Departamento de Español y Portugués en The Ohio State University.

Correo electrónico: arroyo-calderon.1@buckeyemail.osu.edu

 

[i] Sobre la utilidad de la fotografía para el estudio de la historia social del continente latinoamericano durante el siglo XIX, véanse los dos volúmenes de Robert M. Levine, Windows on Latin America: understanding society through photographs (Coral Gables: University of Miami, 1987) e Images of History: Nineteenth and Early Twentieth-Century Latin American Photographs as Documents (Durham: Duke University Press, 1989). Para el creciente interés por el impacto de la tecnología fotográfica en el área andina, véase Deborah Poole, Vision, Race and Modernity: A Visual Economy of the Andean Image World (Princeton: Princeton University Press, 1997), así como los recientes trabajos de Jorge Coronado; para el caso mexicano, John Mraz (en el primer capítulo de su Looking for Mexico. Modern Visual Culture and National Identity. Durham: Duke University Press, 2009) analiza el rol que desempeñaron diversos dispositivos visuales, como las fotografías, las tarjetas de visita, las ruinas arqueológicas, etc. en la conformación del imaginario nacional mexicano durante la época porfiriana. Por su parte, Rebecca Earle ha explorado también la relación entre la fotografía, los museos, los restos arqueológicos, las ferias y las exhibiciones y la compleja interrelación entre los imaginarios nacionales y las representaciones de la alteridad étnica tanto en México como en Perú desde el período de la Independencia hasta la década de los años veinte del siglo XX.

[ii] Existe al menos un volumen dedicado a explorar la relación entre escritura y fotografía en la producción cultural latinoamericana, Photography and Writing in Latin America. Double Exposures (editado por Marcy E. Schwartz y Mary-Beth Tierney Tello). Ninguno de los trabajos compilados en este libro se ocupa del siglo XIX.

[iii] Creo que en gran medida este hecho tiene que ver con la atención privilegiada que han recibido las “tradiciones” en el estudio del costumbrismo. A grandes rasgos, se puede asegurar que la mayor parte de los escritores que cultivaron este género se ejercitaron al menos en dos clases de textos de índole costumbrista: las “tradiciones” y los “cuadros” (en ocasiones también llamados “artículos de costumbres”). Ambos tipos comparten ciertos rasgos formales, como su brevedad y su atención a fenómenos considerados curiosos o pintorescos pero mientras que las “tradiciones” se centran en explicar ciertas creencias o dichos populares, siempre vinculando sus orígenes a ciertas anécdotas históricas, los “cuadros” o “artículos” (generalmente publicados en la prensa del período) describen con todo lujo de detalles escenas sociales contemporáneas. El escritor costumbrista mejor estudiado por parte de la crítica literaria, el peruano Ricardo Palma, cultivó profusamente el formato de la “tradición” y quizá sea esta la razón por la que este subgénero ha recibido más atención hasta el momento. En el contexto centroamericano, Agustín Mencos Franco fue el principal creador de “tradiciones” ―especialmente con su compilación de Crónicas de La Antigua Guatemala, publicadas en 1895―, mientras que José Milla cultivó la “tradición” en menor medida que el “cuadro”.

[iv]En el congreso de LASA 2014 (Chicago, 21-24 de mayo), celebrado después de la escritura de este artículo, Mercedes López Rodríguez reflexionaba sobre la necesidad de superar la dicotomía analítica que opone la palabra a la imagen en su ponencia titulada “El costumbrismo como pedagogía visual: aprender a ver la diferencia racial”. Dicha ponencia fue expuesta en el marco de dos paneles consecutivos destinados a debatir las políticas de representación del costumbrismo durante el siglo XIX, lo que evidencia el renovado interés académico en este género.

[v] Una interesante excepción al respecto se encontraría en el capítulo 3 del libro de Jens Andermann, The Optic of the State: Visuality and Power in Argentina and Brazil. En dicho capítulo, titulado “Antiques and Archives: Finding a Home for History”, Andermann describe la creación de los primeros museos de Historia y de los primeros archivos históricos de documentos en Argentina y Brasil como parte de los esfuerzos de los Estados (latinoamericanos) por “hacer visible” una narrativa inteligible acerca del pasado. En este sentido, a pesar de que a Andermann no le interesa estudiar los contenidos de los documentos de tal forma custodiados/exhibidos en estos primeros museos y archivos, este autor traza el desplazamiento producido en relación al estatus de los documentos históricos durante la segunda mitad del siglo: “A documentary corpus originally destined for the deciphering gaze of readers who would arrange it into threads of documents, series, and narratives was now becoming arranged for the visual purchase of a beholder. As visual object, the archive was supposed to have encountered its definite, ultimate form” (92). Lo que me interesa señalar acerca de este pasaje es la constatación de las crecientes intersecciones entre “letras” e “imágenes” durante el período en cuestión.

[vi] Los cuadros ―o artículos―de costumbres que analizaré a continuación fueron publicados originalmente en diversos periódicos guatemaltecos entre 1861 y 1871, sin acompañamiento de ningún tipo de imagen. En términos generales, los cuadros de costumbres que aparecieron en publicaciones periódicas (que constituyen la mayor parte de los textos costumbristas, al menos en el área centroamericana) en las décadas centrales y hasta los años 90 del siglo XIX, dadas las posibilidades de las tecnologías de reproducción de imagen y sus costos en esa época, nunca iban acompañados por imágenes. La inserción de grabados o litografías que representaban tipos o escenas sociales extraídas de los cuadros se solía producir en los casos en los que ciertas colecciones de artículos eran compilados para ser publicados en forma de libro (y aun así, ese tipo de operación no implicaba necesariamente que se insertaran imágenes junto a los textos).

[vii] Escribo “al menos” porque considero que se puede encontrar la misma lógica visual en novelas realistas-costumbristas, como Martín Rivas, del chileno Alberto Blest-Gana (1862), en algunos de los considerados “romances nacionales”, como Amalia, del argentino José Mármol (1851) o en ciertas subsecciones de la novela sentimental María, del colombiano Jorge Isaacs (1867).

[viii] Un análisis más profundo de las relaciones entre realismo, costumbrismo y naturalismo excede, con mucho, las posibilidades de este trabajo. No obstante, considero que, a la hora de elaborar un estudio más amplio acerca de la presencia protagónica de lo visual en la literatura latinoamericana de fines del siglo XIX, sería necesario incorporar el análisis de géneros que van más allá de los cuadros de costumbres. Para hacer esta afirmación me baso en los trabajos de William J. Berg (1992) y Nancy Armstrong (1999) sobre la lógica visual que proporciona su estructura a la actividad literaria del novelista francés Emile Zola y sobre la indisoluble interrelación que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, presentan la literatura realista británica y la fotografía (respectivamente). En particular, William J. Berg afirma en su libro que “The nineteenth-century novel is, in many respects, a visual art form. Novelists have repeatedly stressed the visual nature of their craft. (…) Vision clearly constitutes a prime characteristic of Zola’s creative process, a central principle lending coherence to his art and thought (…) I repeatedly assess the importance of vision in artistic creation, stressing its role in the art and thought of Zola’s times as well as in the study of the novel as a genre (…) a critical approach based on vision adds to an understanding of the cultural history of late nineteenth-century France and to an appreciation of that visual genre―the novel” (1, 6-7). Por su parte, Armstrong afirma rotundamente que el uso de la etiqueta “realista”, no debe circunscribirse a “a genre or mode of writing that strives to document actual social conditions by means of visual description (…) By ‘realism’ I mean the entire problematic in which a shared set of visual codes operated as an abstract standard by which to measure one verbal representation against another. I believe it is accurate to situate not only works of romance and fantasy within this problematic, but literary modernism as well” (10-11).

[ix] En su descripción de los cambios en las tendencias estilísticas y temáticas que sufrió la literatura latinoamericana durante el último tercio del siglo XIX, José Miguel Oviedo señala que “se manifiesta una tendencia que lleva, de modo progresivo pero no uniforme, de la idealización romántica al dominante enfoque subjetivo hacia la observación directa del contorno social y el análisis objetivo de los mecanismos que rigen el mundo social […] las palabras clave serán documentado y veraz, que subrayan la naturaleza comprobable y real de lo narrado […] el realismo contenía la promesa de ser un instrumento para examinar la realidad de modo más riguroso y de criticar sus contradicciones. A la ensoñación romántica sucederá la objetiva descripción que proponen los realistas; las frecuentes imágenes de ‘retrato’ o ‘fotografía’ que los escritores usan son variantes de la famosa metáfora stendhaliana de la novela como un espejo que va mostrando el variado espectáculo de la realidad” (766).

[x] Si hacemos caso a la argumentación de Nancy Armstrong acerca del giro visual que sufrió la literatura británica durante la segunda mitad del siglo XIX, en ningún caso deberíamos considerar la actividad del observador, la del escritor, la del pintor y la del fotógrafo como pertenecientes a órdenes diferentes en el campo de la representación. Según esta autora, “The same demand that encouraged fiction to turn to certain kinds of visual description during the 1850s was also responsible for the rapid production and wide dissemination of photographic images. Victorian fiction was the first fiction, I am suggesting, to convert a particular kind of visual information―infinitely reproducible and capable of rapid and wide dissemination―into what was both a way of seeing and a picture of the world that a mass readership could share […]. Proposition 1. By the mid-1850s, fiction was already promising to put readers in touch with the world itself by supplying them with certain kinds of visual information. Proposition 2. In so doing, fiction equated seeing with knowing and made visual information the basis for the intelligibility of a verbal narrative. Proposition 3. In order to be realistic, literary realism referenced a world of objects that either had been or could be photographed. Proposition 4. Photography in turn offered up portions of this world to be seen by the same group of people whom novelists imagined as their readership” (7-8).

[xi] Armstrong se plantea como incógnita algo similar en relación a la literatura realista británica del período victoriano: “But what do we make of the fact that the novel’s turn to pictorialism coincided with the sudden ubiquity of photographic images in the culture at large? Why did pictures begin to speak louder than words? Even our most sophisticated explanations of realism continue to beg this question” (6).

Por otro lado, y quizá por su supuesto conservadurismo, la obra de José Milla no ha recibido demasiada atención por parte de la crítica, a pesar de ser uno de los escritores centroamericanos más prolíficos ―y sin duda de los más influyentes― de la segunda mitad del siglo XIX. Existen algunos trabajos sobre su labor como historiador (Walter Payne: José Milla (1822-1882). A Central American Historian. Gainesville: University of Florida Press, 1957) y, en términos generales, la dimensión de su escritura que ha sido mejor estudiada ha sido su faceta como autor de novelas históricas. Esta querencia por la representación literaria de tiempos pasados (específicamente de la Capitanía General de Centroamérica durante el período colonial, en el que se sitúan todas sus novelas históricas, así como buena parte de su labor historiográfica), unida a su labor como funcionario público durante el gobierno (de 40 años de duración) de Rafael Carrera, donde ocupó los puestos de “Oficial Mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores; Enviado Especial ante el Gobierno de los Estados Unidos; Secretario General del Gobierno; Consejero de Estado; Diputado a la Asamblea Nacional; representante de ésta ante el Consulado de Comercio; redactor del periódico oficial; primer síndico de la Municipalidad de Guatemala; catedrático universitario en la rama de literatura” (Albizúrez Palma y Barrios y Barrios 272) le han asegurado un puesto en la lista de “escritores conservadores” de la región.

[xii] En su estudio sobre Zola, William J. Berg analiza con cierto detalle el informe que realizó un equipo de psicólogos sobre las facultades visuales del escritor francés en 1896, cuyo elocuente título es Enquête médico-psychologique sur la superiorité intelectuelle: Émile Zola [Informe médico-psicológico sobre la superioridad intelectual: Émile Zola]. En su comentario sobre el citado informe, en el que se resaltaba la excepcional capacidad visual de Zola, Berg afirma que “[t]he very link between visual capacity and ‘intellectual superiority’, suggested by the report’s title, is itself typical of the climate of the time” (10).

[xiii] En este tipo de cuadros se incluirían “Un baile de guante”, “El martes de carnaval en la plaza de toros – Artículo que no hará reír a nadie”, “La feria de Jocotenango”, “Amores crónicos”, “Un pobre hombre”; todos ellos parte de la compilación Cuadros de costumbres guatemaltecas, así como, sin duda, los insertos costumbristas en su novela histórica Memorias de un abogado, en concreto los hilarantes capítulos XII y XXVI, “Una tertulia que termina en barahúnda” y “Yo soy la tragedia, yo soy la comedia”.

[xiv] Como, por ejemplo, “Nunca más nacimiento”, “El paraguas”, “La temporada” o “Padre mercader, hijo caballero y nieto pordiosero”.

[xv] Entre estos se encontrarían “Visita al cementerio”, “Las semejanzas” o “La imitación”.

[xvi] Como señala José Miguel Oviedo al hablar del costumbrismo y el naturalismo, estas corrientes “constituye[n] una temprana expresión hispanoamericana de creación directamente ‘comprometida’ con el cambio social” (767).

[xvii] Armstrong denomina “archival desire” a la actividad compulsiva de fotografiar “something already seen” con el objeto de saciar un deseo colectivo recién descubierto en la Inglaterra victoriana: “a historically new desire to make contact with the world itself―a desire for documentary evidence of some person, place, or event―or what might be called ‘archival desire’” (15). Sin duda, este deseo por registrar y ofrecer a la vista de los lectores hasta el último rincón, hasta el más oscuro e insignificante aspecto de la sociedad (como el de “Las criadas”) es la lógica que mueve también la producción de cuadros de costumbres.