DÉCADA DEL “BOOM”: 1960-1970

LA DÉCADA DEL “BOOM”: 1960-1970

El auge alcanzado por el cuento hispanoamericano entre 1950 y 1960 ha servido de estímulo para el mantenimiento de la alta calidad de este género, a pesar de la competencia feroz del llamado boom de la nueva novela. Aunque no han surgido nuevos valores de la trascendencia de Borges, Arreola, Rulfo, Onetti y Cortázar, la producción continua de los dos últimos y el número verdaderamente asombroso de nuevas antologías y estudios generales y monográficos han contribuido a una gran difusión del cuento entre un público-lector cada día más amplio.

Además de la labor constante del Fondo de Cultura Económica de México y la actividad intensificada de la Editorial Sudamericana de Buenos Aires, el cuento hispanoamericano —y la literatura hispanoamericana en general— ha recibido un impulso muy fuerte de varias nuevas empresas editoriales del Continente; en México, Joaquín Mortiz, Era y Siglo XXI; en Montevideo, Alfa y Arca; en Caracas, Monte Ávila; en Cuba, la Casa de las Américas con sus concursos anuales, su revista y las ediciones de autores cubanos lo mismo que extranjeros. En España, el mayor interés en la literatura hispanoamericana lo mantienen Seix Barral de Barcelona y Alianza Editorial de Madrid. Agréguese, además, el papel divulgador muy importante de algunas revistas como Imagen (1967-…) de Caracas y Mundo Nuevo (1966-…) que iniciara en París Emir Rodríguez Monegal.

El gran aumento del número de lectores refleja, en parte, el crecimiento vertiginoso de las principales ciudades con el aumento correspondiente de la población universitaria y de otros valiosos sectores culturales. Por otra parte, los consumidores hispanoamericanos de la generación de 1954 ya no rechazan tanto los productos nacionales sólo por ser nacionales. Este nacionalismo cultural se refuerza con el vivo interés de los intelectuales europeos y norteamericanos, despertado tanto por el valor intrínseco de las nuevas obras como por las repercusiones internacionales de la Revolución cubana.

La generación de 1954, según la teoría generacional de José Juan Arrom,[1] consta de los autores nacidos entre 1924 y 1954 que dominan el periodo entre 1954 y 1984. Por lo tanto, los mismos acontecimientos señalados como decisivos en la formación de los neorrealistas puertorriqueños y peruanos del capítulo anterior siguen vigentes en la década del 60. La necesidad de comprometerse ha llegado a ser inevitable por la Guerra de Vietnam y por las protestas estudiantiles que se produjeron en 1968 en México, en Francia, en Japón, en los Estados Unidos y en tantos otros países. Este espíritu revolucionario con su reacción contra los valores consagrados del mundo burgués y racionalista se ve reflejado no sólo en la literatura sino también en el cine y en la música popular. Asimismo se procura eliminar las barreras tanto entre los géneros literarios como entre los distintos medios de expresión artística.

No cabe duda de que precisamente a partir de 1960 la novela recobra su hegemonía tradicional sobre el cuento. Desde la publicación de Hijo de hombre de Roa Bastos, pasando por el año glorioso de 1967 (junio: publicación y éxito inmediato de Cien años de soledad de García Márquez; agosto: consagración de La casa verde de Vargas Llosa en el Congreso de Caracas; octubre: otorgamiento del Premio Nobel a Miguel Ángel Asturias) y hasta la actualidad, todos los autores importantes prefieren la novela para captar su visión panorámica de una realidad que trasciende las fronteras nacionales. Aunque Roa Bastos, García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso, Cabrera Infante y Julio Cortázar publicaron tomos de cuentos durante el decenio, sólo los de Cortázar superan a sus novelas y aun en este caso algunos críticos abogarían por la primacía de Rajuela.

Tanto como Borges dominaba la década del 50 con sus cuentos fantásticos y filosóficos, Julio Cortázar se impone como maestro indiscutible en la década del 60 con la moda del realismo mágico. A fines de la década del 50 el neorrealismo comenzaba a ofrecer otra posibilidad ante el cosmopolitismo borgiano. Ensanchada la perspectiva con otro decenio muy productivo, el neorrealismo parece haber llegado a un callejón sin salida. Precisamente en los dos países, el Perú y Puerto Rico, donde mostraba más vigor, la producción cuentística ha decaído mucho. De los pocos cuentos verdaderamente neorrealistas de la década del 60 sobresalen dos del chileno Fernando Alegría (1918), “A veces, peleaba con su sombra” y “Los simpatizantes”. Hay que señalar, sin embargo, que el mismo Alegría en sus otros cuentos no se contenta con el desarrollo lineal de solamente un episodio en el momento actual sino que se entrega a la experimentación vanguardista.

En efecto, si existe un solo rasgo que caracterice la mayoría de los cuentos escritos entre 1960 y 1970, éste es la experimentación formal, sea en la sencillez alegórica de los minicuentos, en la complejidad cronológica de los cuentos psicoanalíticos o en las ambigüedades del realismo mágico. Más que una reacción contra Borges, se debe hablar de distintas modificaciones. En la Argentina, el mismo Borges parecía haber abandonado el cuento a favor de la poesía, pero luego sorprendió al mundo literario publicando otras dos colecciones, El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975). Su colega Adolfo Bioy Casares continúa en la tradición del cuento fantástico con el libro El gran serafín (1967). Otros autores siguen la interpretación borgiana de la historia (“Historia del guerrero y de la cautiva”), inspirándose más directamente en los ejemplos de Juan José Arreola (“Teoría de Dulcinea”, “El discípulo”) y de Alejo Carpentier (“Semejante a la noche”) para tratar acontecimientos o personajes históricos como si fueran actuales: el guatemalteco Augusto Monterroso (1921), los colombianos Pedro Gómez Valderrama (1923) y Álvaro Mutis (1923), y el ecuatoriano Vladimiro Rivas Iturralde (1944).

De Borges, pasando por Arreola, también proviene el gusto por los cuentos del absurdo que a veces llegan a comprimirse en los mini o microcuentos de los argentinos Cortázar, Enrique Anderson Imbert (1910) y Marco Denevi (1922); del cubano Virgilio Piñeira (1912); del guatemalteco Monterroso; del salvadoreño Álvaro Menéndez Leal (1931); del hondureño Óscar Acosta (1933); del mexicano Rene Avilés Fabila (1940).

En los cuentos de los más jóvenes de este último grupo, se nota una mayor preocupación sociopolítica, ausente de la obra de Borges. Aunque es totalmente injusto llamarlo escapista, Borges sí prefería los temas metafísicos del hombre universal a los problemas inmediatos de los argentinos. No obstante, hay que destacar uno de sus últimos cuentos, y tal vez el mejor de todos, “El sur”, como punto de partida para el realismo mágico. Esta tendencia, aunque tiene sus antecedentes en algunos cuentos de Uslar Pietri, Arreola, Novás Calvo y Roa Bastos, no llega a su apogeo hasta la década del 60 cuando sobresale todo un equipo de cuentistas encabezado por Cortázar: los uruguayos Juan Carlos Onetti (1909) y el Mario Benedetti de La muerte y otras sorpresas (1968) ; el chileno Jorge Edwards (1931); los colombianos Gabriel García Márquez (1928) y Óscar Collazos (1942); los venezolanos Salvador Garmendia (1928) y Adriano González León (1931); los mexicanos Carlos Fuentes (1929) y Juan Tovar (1941).

Contra la moda predominante del realismo mágico, comienza a notarse una reacción de los jóvenes revolucionarios, inspirados en parte por el Cortázar de Rayuela. Herederos del movimiento beatnik, divulgado literariamente por Jack Kerouac (1922-1969), los “onderos” mexicanos Gerardo de la Torre (1938), José Agustín (1944), Juan Ortuño Mora (1944) y Manuel Farill Guzmán (1945), el colombiano J. Mario Arbeláez (1939), el chileno Antonio Skármeta (1940) y otros rechazan el elemento mágico para captar la sensación del momento. Lectores voraces de Cortázar y de Fuentes, de Gunter Grass y de Malcolm Lowry, de J. D. Salinger y de Truman Capote, estos jóvenes emplean un tono antisolemne para comentar con el lector el proceso creativo, no respetan los límites genéricos, convierten el lenguaje en protagonista de la obra y no tienen reparos en expresar sin disimulo su ideología revolucionaria siguiendo el ejemplo de la música rock.

Llegue o no la utopía revolucionaria, lo más probable es que estos cuentistas y los de la década del 70 seguirán buscando innovaciones formales para captar sus inquietudes personales y sociales. Por casualidad, la próxima generación no estrenará su nueva visión de la realidad con su nueva estética hasta 1984, el mismo año escogido por George Orwell para su novela sobre las consecuencias deshumanizadoras de un gobierno basado en la tecnocracia.


[1] Esquema generacional de las letras hispanoamericanas. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1963.

Leave a Reply

Go to Top
Skip to toolbar